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teniendo una hija suya, llamada doña Ana, de edad de tres años, enferma por una hinchazón que se le había hecho en el cuello, de calidad tan maligna, que todos los medicamentos que le habían aplicado por mucho tiempo los médicos fueron sin provecho, y se tuvo por cierto que eran lamparones; su padre se había resuelto de llevarla a Francia. Afligido con este cuidado, se le ofreció a la memoria el P. Fr. Pedro de Perales, cuya virtud tenía bien conocida y veneraba como a .santo y por cuyos méritos confiaría curaría su hija. Llevóla con esta fe al convento de capuchinos de Valencia, y si bien se reparó que su hu- ¡aildad se excusaría He hacerle la señal de la cruz sobre su mal. El P. losé de la Ollería, ajo: “Dénmela a mí que yo se la llevaré, y retírense r es vea, que si ve seglares no hará la señal de la cruz”. Llevóla y le s nioo la hiciera; hízola sobre el cuello enfermo con mucha caridad. Fue cosa notable que apenas la acabó de hacer, que la hinchazón se le deshizo, y sin otro medicamento, estuvo luego buena; y después jamás ha visto semejante enfermedad, teniéndolo su padre y todos los de su casa por milagro que obró Dios por medio de su siervo el P. Fr. Pedro. Habiendo perseverado por espacio de más de setenta años en servicio de Dios y en ejercicios de todas las virtudes, en las tres leligiones, en la del beato Juan de Dios, en la de los padres descalzos y en la de los capuchinos, donde estuvo cincuenta y siete, siendo ya de edad de más de ciento. Rico más de méritos y de virtudes que de años, enfermó en nuestro convento de Valencia, manifestando en su enfermedad sus muchas virtudes. Recibió con mucha devoción suya y edificación de los que estaban presentes todos los sacramentos. Conservó hasta la última boqueda enteros su juicio y sus sentidos; y estando ya para expirar extendió en forma de cruz los brazos y dando una grande voz, mayor que sus fuerzas, dijo: “Jesús mío”; y con esta última palabra entregó en las manos de Dios su espíritu. Mostró Dios luego en su cuerpo un nuevo prodigio; después de haberle compuesto para la sepultura, y puesto en la capilla de la enfermería, el enfermero Fr. Félix de Yecla, después de haberle lavado los pies, le cortó las uñas de sus dedos; de tres con las uñas cortó juntamente algo de la carne, y de todos tres comenzó a correr sangre viva, líquida y colorada, como si estuviera aún vivo, y duró el manar más de 24 horas, todo el tiempo que estuvo por enterrar en el féretro en la iglesia. Y se empaparon 196

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