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mos. Lo más de su vida ejercitó la obediencia con estos ejercicios santos, y siendo fuerza hablar todo el día con seglares, no se distraía su interior, antes las pláticas que tenía con ellos le ayudaban a mayor recogimiento, porque como siempre hablaba de Dios, con ellas conservaba el calor de la devoción; y en tantos años y tantos lugares de este Reino que anduvo entre ellos, no sólo hubo quien de él tuviese la menor sospecha de mal; pero quien no tuviese de él grande opinión, y no estimase entrase en su casa, teniendo todos de él igual opinión de gran siervo de Dios y de muy perfecto religioso. El rigor de su vida fue extraordinario, e hízolo fuese mayor el ser tan continuo y por tantos años, sin aflojar un punto, aún siendo más de ciento los suyos; y lo más admirable del suyo fue cómo lo ponderaban los que le miraban atentos, que no sólo viviese con tanta penitencia tantos años, sino siempre con entera salud, sin jamás estar enfermo, tratándose tan mal. Ayunaba casi todo el año, porque ayunaba las siete cuaresmas de nuestro seráfico Padre, que dejan sin ayuno pocos días del año y le hacen todo cuaresma: ayunaba muchos días a pan y agua, y los demás comía tan poco que era milagro viviese. Su hábito por ser tan viejo y remendado por fuera y por de dentro, y por estarlo lleno de bastas costuras, como hoy se ve, que se guarda como reliquia; venía a ser un áspero cilicio que le cubría de pies a cabeza. Los pies siempre los llevó descalzos, sino fue pocos años antes de su muerte. Dormía cada noche solas tres horas, sobre unas desnudas tablas; levantábase una hora antes de maitines, y se estaba en la iglesia, donde hacía todas las noches tres rigurosas disciplinas, azotándose por largo espacio de tiempo. Lo más admirable de estos rigores fue que en cincuenta y siete años no los remitiese, ni siendo viejo, ni con el trabajo de la limosna, en que iba siempre cargado de peso, sin tomar para sí ni una noche de descanso, ni faltar a los ejercicios de una noche, añadiendo a su viejo y cansado cuerpo un rigor mayor que otro, sin darle tregua jamás. No obró Dios por él muchos milagros; pero, ¿qué mayor que él se veía de continuo en él, de su divina gracia, que siendo de tanta edad, no sólo le diese vida, sino que le conservase la salud con tantos rigores y penitencias que excedían sus fuerzas flacas y débiles mortificando y venciendo las de su naturaleza, siempre las armas en las manos contra sí mismo, como si quisiera acabar consigo, qué milagro mayor que 192

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