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poco a poco de su celda, llevando tras de sí los ojos y el corazón de! P. Fr. Narciso, el cual, deseoso de gozar más de sus hermosas vistas, se levantó de la cama para ir tras él y detenerle. Y viendo se iba alejando, comenzó a dar unas voces mayores que sus fuerzas, sigmficadoras de su pena, diciendo: “Ténganle, no le dejen ir” . Salieron a ellas algunos Padres que estaban en la enfermería, y vieron al P. Fr. Narciso en pie a la puerta de su celda, arrimado, sin poder dar paso y diciendo: “Ténganle, que se va, no le dejen ir”. “¿Qué es lo que quiere?”, le dijeron. “Tengan al Niño”. “No hay en todo esto, (le dijeron), niño alguno”. “Mi dulce Jesús, ¿no le ven que se va y me deja?” . No se Je fue de repente, sino paso a paso, muy despacio, para no privarle tan presto de su presencia, y alejándose creciesen sus ansias por gozar más de las suyas, y se levantara y fuera tras éi, y diera estas voces para que nos quedaran testigos de esta visita que le había hecho antes de su muerte el divino Señor. Y con sus vistas crecieron m is sus deseos por verle, y el fuego de ellos le consumiese más aprisa las fuerzas, y fuese más aprisa su partida. Con estas amorosas ansias, entre amorosos y continuos afectos de amor, teniendo perfecto el juicio y todos sus sentidos enteros, abrasada de amor el alma, se la entregó a su Criador con mucha paz, a los nueve días después de la revelación. No parecía había muerto, sino que se había echado a dormir. Y podemos decir que no fue trago amargo, sino dulce sueño su dichosa muerte, que durmió en los brazos de su amado Jesús. Pues fue la suya muerte más efecto del divino amor, que de los achaques mortales de la naturaleza enferma; el fuego del suyo quemó y deshizo el fuerte lazo que había entre su cuerpo y su alma, y la desató para que libre volara al centro de su Amado, de cuyas hermosas vistas quedó la suya tan cautiva, que se arrojó este divino Narciso en el piélago inmenso de su gloria para abrazarse con él y no soltarle eternamente. Que la enfermedad de que murió el P. Fr. Narciso fuese de amor, lo afirmaron los médicos que no conocieron otra; así lo dijo el P. Guardián, el P. Fr. Hilarión de Medinaceli a toda la comunidad de nuestro convento de Valencia, un día en público refectorio, y hoy es voz constante de todos los Padres de aquel tiempo, que su enfermedad y muerte fueron de amor de Dios. Murió como vivió; vivió siempre hecho un serafín abrasado de las llamas del de este Señor, y murió abrasado de ese misino fuego, para vivir eternamente abrasado de él.
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