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aquel día servir la comida a la mesa. Dióles primero un plato de arroz con grasa, y después les dio asada una pitanza de camero con un pedazo de relleno, de que quedaron (como se deja entender) todos admirados, sabiendo no había entrado aquel día pitanza de came en el convento, ni la había en él; y admiraron más que aquel solo día, ni antes ni después, hiciese su Guardián la cocina; conocieron había Dios hecho por su medio aquel milagro con que dio de comer a los religiosos y a los oficiales seglares de la obra. Acabó de ser Guardián, y diciéndole que aún lo sería otros años, respondió: “No lo seré más, que ya ha venido el Espíritu Santo”, dando a entender le había revelado Dios que no lo seria más; y fue así, que no lo fue. Hiciéronle portero de nuestro convento de la Sangre de Cristo de Valencia por la satisfacción y ejemplo que pide esta oficina, y fue más de lo que se puede decir lo bien que cumplió con ambas cosas el buen nombre que ganó a la Religión, y buena opinión que granjeó para sí, de santo religioso, en toda la ciudad. Nadie llegó a él que no se fuese edificado de su buen modo, de su cortesía religiosa, y de su santa conversación. A todos se mostraba afable, a todos apacible, con el semblante alegre siempre como el de un ángel. Y las palabras que salían de su boca, eran miel y leche para los corazones de los que las oían, quedaban de ellas tan devotos que volvían a él muchas veces por gozar de su santa conversación; a todos daba santos consejos, a todos exhortaba al servicio de Dios, y todos sentían efectos maravillosos de devoción y de un ardiente amor de Dios de la suya, que como sus palabras salían de la abundancia de su corazón abrasado de amor divino, llevaban de ese mismo fuego que lo encendía en el de los que les oían. Notaron los que estaban más atentos a las suyas y a sus acciones, que no dejaba pasar ocasión de que no se aprovechase su espíritu. De todo, como abeja industriosa, sacaba miel dulce. Para todo tenía su dicho espiritual, para cada cosa su lugar de la sagrada Escritura, con tanta propiedad, como si fuera para aquel intento solo. Observaron también en sus pláticas un modo maravilloso, que siempre comenzaba las suyas con estas palabras: el buen Jesús, y las acababa y remataba con las mismas: el buen Jesús, siendo Jesús el principio y fin de todas las suyas, que admiraban tan admirable artificio. 168
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