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si fe arrebataran alguna suprema y pretendida dignidad. Seguía con puntual fidelidad la continua tarea de ejercicios a que nuestra Congregación asiste, en especial los cíe la oración vocal y mental, empleando en esta todo lo que de tiempo fe quedaba entre noche y día. Y como la exterior compostura es índice de! recogimiento interior, la modestia afable de su semblante, la moderación de todas sus acciones, daban bien a entender cuán corregido andaba su espíritu. Profesó, pues, con grande aceptación de los religiosos, que se tenían por felices de ver asegurado en su compañía un ejemplar de virtudes tan excelentes. Luego que fray Gregorio se halló con la obligación de los votos, se la impuso particular de caminar por todos los medios posibles a la perfección evangélica. Reconocía el beneficio grande, que había recibido después de tan vivos deseos, y anhelando a la recompensa, determinó añadir (ayudado de la divina gracia) a la vida común y ordinaria de la comunidad, ventajosos y singularísimo ejercicios de oración, mortificación y retiro de criaturas; multiplicando como fiel siervo que esperaba la venida de su Señor los talentos de la profesión religiosa y solicitando con ellos mayor número de mereci­ mientos y de coronas. Tanto le arrebataba la consideración de lo celestial y más cuando se hallaba en el coro, que elevado sobre sí mismo y ajeno de lo que a sus misinos ojos se obraba, solía muchas veces o errar u omitir las ceremonias que en tales ocasiones se observan, pagando en confusión lo que conseguía de suavidad. Su devoción a la Santísima Virgen María era sobre todo encarecimiento. Celebraba las festividades de esta soberana Señora con sumo gozo, habiéndose preparado para ellas con ayunos, vigilias y otras austeridades, mal satisfecho en todas, porque las juzgaba insuficientes y desiguales ai ardor de su corazón, y más a la grandeza del objeto que tanto amaba. Rezaba de rodillas el Oficio parvo siempre que no se decía en el coro, y la corona todos los días en la misma disposición, postrado en tierra cuando llegaba a aquellas palabras del Ave María: Bendito elfruto de tu vientre, Jesús. Ningún día dejaba de pasar sin celebrar el santo sacrificio de la misa, y si tal vez se lo estor­ baba alguna inevitable ocupación o indisposición, quedaba con grandísimo sentimiento; porque conocía el singular fruto que de este 150

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