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Instando ya la última hora, tomó con una mano una imagen de Cristo crucificado y la seráfica Regla en la otra, y con mucha humildad y copia de lágrimas, puestos en la imagen los ojos y en su original el afecto, le pidió perdón de sus culpas, y si acaso había faltado en la observancia de aquella seráfica Regla, que su voluntad jamás había sido de ofenderle en el menor de sus ápices. Encomendóle la Provincia que hasta entonces le había encomendado, suplicándole la diese mejor prelado, y que la mirase y visitase siempre como viña suya regada con su preciosa sangre. Con estos afectos, con mucha paz y serenidad interior y exterior, y puestos los brazos en cruz, entregó su puro espíritu en manos de su Criador, con dolor y sentidas lágrimas de toda la Provincia por la pérdida de tan gran padre, que no dejaba otro su igual, y que tanto había trabajado en plantarla, acrecentarla, y tan glorioso nombre le había adquirido con su apostólica predicación y con el ejemplo de tantas virtudes seráficas y evangélicas, cumpliéndose este día lo que Cristo Señor nuestro le había dicho tres años antes, de que había de morir Provincial, y que todo el tiempo que le quedaba de vida había de llevar la cruz del gobierno de esta Provincia. Quedó su cuerpo más hermoso que cuando vivo, y tan tratable como si fuera el de un niño tierno, testimonio de su virginal pureza y de la estola de gloria que en el cielo adornaba su alma. Bajóse su cuerpo a la iglesia para hacerle las obsequias funerales; y fue cosa admirable, que con no haber nuestros religiosos dado a nadie noticia de su muerte, y con haber sido el P. Eugenio el hombre más retirado de seglares que se ha conocido, que ni aún los más devotos de la Orden tenía de él noticia, fue tal concurso y tanto el afecto de veneración con que acudió toda la ciudad a venerar como de santo su cuerpo difunto, que en tres días enteros no se le pudieron hacer los oficios ni darle sepultura, ni en el coro se podían celebrar los divinos Oficios por las voces y alarido de la gente. Cortáronle en pedazos muchos hábitos de que le dejaban desnudo, poniéndole otros de nuevo; le arrancaron los cabellos de la cabeza y pelos de la barba; hasta un dedo le cortaron de un pie por reliquias. Las señoras ponían en los dedos de sus manos sus sortijas de oro, y se tenía por dichoso el que llegaba a besarle los pies y las manos. Cuanto más iba, era mayor el tropel de la gente; no bastó el haber metido el cuerpo en el presbiterio, 102

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