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llevado a la nueva iglesia, celebrando en seguida la santa m isa el m ismo Beato Ribera, y a con tinuación , el R Com isario Fr. H ilarión de Medinaceli. Term inadas las dos M isas, se cantó solemnísimo Te Deum en acción de gracias, lucrando a con tinuación la primera indulgencia; y después todos los señores más distingu idos d ieron pose­ sión a los religiosos del nuevo convento, adm irando la pobreza y estrechez de las celdas, en las pobrísimas camas y en todos los demás enseres dedicados al serv icio de los religiosos, de lo cual quedaron todos muy ed ificados. Los religiosos que constituyeron aquella primera comunidad, que con ju stic ia se les debe considerar como fundamentos de la nueva provincia, fueron: P. Hilarión de M edinaceli, Presi­ dente; P. Eugenio de Oliva; P. Serafín de Polizzi; P. Juan G regorio de Valls; Fr. Severo de Lucena, Corista; P. Buenaventura de Alhama; P. Lorenzo de Mallorca; P. Serafín de Játiva; P. Ignacio de Monzón; Fr. Narciso de Denia, legó; Fr. Pedro de Perales, lego; Fr. Mauro de Mahella, legó, y Fr. Juan de Pont-Mayor, lego. Nos hemos referido a la fundación del Convento de Valencia -el prim ero de los once que con fo rm aron la fundación, y de la totalidad de diecinueve (Monóvar, 1742), que componían nuestra Provincia. Queremos ahora retrotraernos a esta primera fundación para consignar algunos detalles su­ mam en te interesantes, tanto de orden material como espiritual y afectivo por parte del Santo Patriarca en relación con este convento: La razón de ubicar la primera de las fundaciones en el cam ino de A lboraia, extramuros de la ciudad de Valencia, fue doble. M andaban las Constitucio ­ nes de los Capuchinos, debido a su carácter contemplativo-activo, que sus ed ificios distaran una m illa de las poblaciones. De acuerdo con esta disposición, les dio un so lar contiguo al ja rd ín que poseía lindante con ese cam ino de Alboraia. Mediaba entre el ja rd ín del santo y el convento no más de una pared con su puerta de acceso, cuya llave él sólo guardaba. De este modo, sin acom ­ pañam iento, y a impulsos de su devoción, pasaba muchas veces a tratar con los frailes cosas de virtud. Y era tal su llaneza y gusto, que bien se le podía tomar por un Capuchino más, con su

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