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L O S C O N V E N T O S D E L A P R O V I N C I A C A P U C H I N A D E L A P R E C I O S I S I M A S A N G R E D E C R I S T O V a l e n c i a He v isitado, en lo posible, los conventos en los que vivieron nuestros primeros hermanos. A lgunos, muchos, han desaparecido. Otros, «La Magdalena», O llería, con tinúan -m ilagro- a l­ bergando vida. El último que he podido v isitar -dicen que el último hijo es al que se quiere más- ha sido el de ALBERIC. Ver «aquello que queda», aquella fachada del pequeño y hum ilde templo conven­ tual con sus azulejos sobre la puerta, representando al Padre San Francisco..., aquel conventito en un extremo de la población, en aquella plazo leta silenciosa, lum inosa del herm ano Sol do ran ­ do y envolviendo la quietud, produce una sensación agridu lce de adm iración po r aquellos an ti­ guos frailes -tamb ién los adm iraban y querían en su tiempo los «trescientos hab itan tes» de la Vila- y, a la vez, de una pena que tiñe los pensam ientos que se agolpan. Brota el efecto... «Aquello» es en trañablemente nuestro, que nuestros frailes se vieron obligados a abandonar -1835- y otros -la vida siempre rueda en el m ismo sentido- «se olv idaron» de recuperar en ocasiones más propicias. Parece como si aquellas ruinosas paredes aguantaran, en su sentimental terquedad, la ag re ­ sión del tiempo y el peso -tremendo peso- del olvido. Un cierto -¿o tal vez incierto?- «sentido práctico» p rescind ió de él, como de otros, y se han quedado ahí esas piedras como « tumbas sin nombre». No es que en una época, fue convento; no es éso. Fue un recinto en donde se oraba y donde el am o r de unos hombres hum ildes se transformaba en penitencia y pobreza propias, y en testim o ­ nio y caridad para el prójimo. Es eso. Y eso no se puede en terrar a ningún precio. 4 5

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