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F R U T O S D E S A N T ID A D 675 sometió pronto y resignado sus hombros a este cargo y con humildad no muy común, se ofreció a cuidar de aquellas oficinas y ejercitar aquellos ministerios en que tal vez la gente moza encuentra repugnancia. Dióle mucha recomendación este hecho para con todos los religiosos de juicio y aun le concibió la estimación de los primeros ministros del reino. Tanta fuerza tiene la humildad» (21). Su fallecimiento tuvo lugar después de 1779. 5.—Aparte de lo indicado queremos cerrar este capítulo con la vida de dos Hermanos, ejemplares y virtuosos, a los que hace referencia el Padre Ajofrín en las palabras antes citadas y que resplandecieron por esos mismos años: Fray Baltasar de Treviño y Fray Ignacio de Zamora. Ya dijimos cómo D. Pedro de Alcántara, duque de Medinaceli en 1768, entre los muchos beneficios que hizo al convento de San Antonio del Prado, fue uno el imprimir por su cuenta unos cuadros de regular tamaño, en los que se da un resumen de los principales santos y mártires de la Orden Franciscana, en general, y de la Capuchina en particular. También había otros de los más esclarecidos religiosos, no faltando algu­ nos de la provincia de Castilla, como eran los PP. Diego de Quiroga y Pablo de Colindres, entre otros. Esos cuadros adornaban los claustros del mencionado convento de San Antonio del Prado. Dos de dichos cuadros estaban dedicados a los dos expresados Herma­ nos. El de Fr. Baltasar de Treviño resumía su vida y, después de llamarle «religioso de gran virtud» y que había tomado el hábito en Salamanca el 18 de enero de 1694, añadía: «Desde el noviciado empezó una vida sumamente perfecta y mortificada, domando el cuerpo al golpe del rigor y penitencia. Las disciplinas que hacía eran frecuentes y hasta derramar sangre; sus ayunos eran tan continuos y rigurosos, que se pasaba muchos días sin tomar bocado, ahorrando su comida para los pobres; pero los prelados, conociendo su debilidad, le mandaron comiese en el refectorio. Obedecía rendido, pero sin medras de su fervor, porque, poniendo insí­ pida y de mal sabor la comida, le era de mayor mortificación que si no comiese. Andaba en la presencia de Dios y no pocas veces se le veía enajenado y absorto. Su paciencia era invicta. Jamás se le vio alterado, aunque toleró muchos lances pesados y molestos. Pero la virtud que sobresalió más en el siervo de Dios, fue la caridad para con los pobres. Siendo portero en Toledo, cuyo oficio tuvo muchos años, no le permitían sus caritativas entrañas despedir a ningún pobre sin limosna; no obstante, por los años de 34, que fueron tan lastimosos, como todos saben, se halló en una ocasión sin tener que dar a los pobres, siendo muchos los que pedían. Afligido y desconsolado, se fue a la iglesia y, quejándose amarga­ mente con San Antonio, a quien amaba de corazón, oyó que le dijo el santo: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudas? Ve al arca y hallarás pan y comida que nunca te faltará que dar a los pobres.» Y así se verificó entonces y después en otras ocasiones, pues sucedió no pocas veces tener (21) ED , 149.

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