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FLORECIMIENTO LITERARIO Y APOSTÓLICO 197 buscar las almas perdidas, los hachones encendidos para hacer como que se quemaban los brazos, y otros inventos semejantes, que manifes­ taban bien a las claras la pobreza de nuestro talento, la miseria de nuestros sermones, la ignorancia de nuestros oyentes, su estupidez y rudeza, y que no sólo no habíamos estudiado el arte de persuadir el entendimiento ni mover el corazón, pero ni aun siquiera formábamos un razonamiento seguido sobre el asunto propuesto, sino que presen­ tábamos al auditorio un cajón de sastre, en que a la par de una máxima sublime de la religión, se hallaba un chiste, y cuento de mera fábula junto a una verdad eterna.» Y después de citar la mencionada instruc­ ción del Cardenal Lorenzana, agrega que esos años en que él llegó a Toro fue «tiempo sin duda destinado por la divina providencia para obrarse una feliz y provechosa revolución en el modo de anunciar la palabra del Señor. Porque ya los Villalpandos, los Zamoras, los Benaocaces, los Cádices y otros célebres Capuchinos, rompiendo como a fuerza de brazos las espesas tinieblas que nos rodeaban, acababan de presentarnos unos modelos dignos de la oratoria sagrada, y unos elogios de los santos capaces de excitarnos a la virtud y movernos a su imita­ ción». Y continúa con esta afirmación que es toda una realización del programa de reforma efectuada en la predicación: «Ya también los venerables individuos de mi comunidad acababan de desterrar para siempre todas aquellas exterioridades estrepitosas que por tanto tiempo se habían dejado ver en las misiones» (30). Todo este esfuerzo para dirigir la oratoria sagrada por otros cauces y dar en un todo de lado a las excentricidades y ridiculeces que venían obteniendo carta de naturaleza, comenzó en el Seminario de Toro por la digna preparación de los predicadores y misioneros, a que se juntó el comportamiento serio y digno que pedía el anunciar la palabra de Dios en el pùlpito. Este buen ejemplo cundió entre los Capuchinos y produjo excelentes resultados entre ellos y de igual modo entre los predicadores extraños a la Orden, como confiesa el P. Santander y vere­ mos aún más confirmado en capítulos subsiguientes. Digno colofón de éste son las palabras del nada sospechoso Ferrer del Río, aludiendo de modo particular a las saludables consecuencias y frutos logrados en esta predicación: «Sin poseer bienes temporales col­ maban los religiosos capuchinos de consuelos a todas las clases, divul­ gando la divina palabra, enseñando a los pobres a pacientes, y a los ricos a misericordiosos, y hasta interponiendo cerca de los ministros el ascen­ diente que les daba su vida laboriosa de misioneros para remediar las necesidades públicas, patentes a sus ojos» (31). (30) Santander, Doctrinas y sermones, íbid. Se trata de los misioneros y pre­ dicadores capuchinos: PP. Francisco de Villalpando y Juan de Zamora, de la provincia de Castilla, y PP. Manuel de Benaocaz y Bto. Diego José de Cádiz, de la provincia de Andalucía. (31) A. F errer d el Río, Historia del reinado de Carlos III en España, IV, Madrid 1856, 82.

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