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176 LA PROVINCIA DE FF. MM. CAPUCHINOS DE CASTILLA Tan pronto como tomó posesión del cargo, se dio perfecta cuenta de lo que pasaba en aquella comunidad. Los religiosos recibían cosas para uso enteramente particular, entre ellas, pañuelos, alguna ropa, azú car, chocolate, etc.; en cambio regalaban otras sin la debida autorización, como verduras y fruta de la huerta, sobre todo en la temporada de encontrarse los reyes en El Pardo. Decidió entonces no privar a sus súbditos de cuanto necesitasen o fuese conveniente, incluso de chocolate para el desayuno, pero sí que todo fuese a un fondo común y que el Padre Guardián o los encargados hiciesen la oportuna distribución a cuantos tuviesen precisión. En realidad de verdad no fueron otras las pretensiones del P. Zamora y a eso se reducía, en líneas generales, la vida común que él ansiaba vivir y ahora, como superior, hacer vivir a sus religiosos. Antes de dar el paso definitivo procuró ganarse la voluntad de los súbditos, no negándoles nada de cuanto necesitaban y pedían, repar tiendo las cosas a todos por igual, justa y equitativamente. Así prepa rado el terreno y dispuestos los ánimos, obtuvo antes de nada el permiso del P. Provincial, Fidel de Santurce, para poner en ejecución el plan que tenía premeditado. Conseguido aquél, habló en particular con cada uno de los componentes de la comunidad sobre lo mismo, y, por fin, reuniéndolos a todos, les dirigió una fervorosa plática en la que resaltó las ventajas de la perfecta vida común y el modo de practicarla en conformidad con la legislación capuchina y decisiones pontificias. Hizo notar que él se comprometía a proveerles de cuanto necesitasen: hábito, ropa interior, pañuelos, chocolate, etc., pero a su vez ellos también debían comjprometerse a no procurarse tales cosas en particular y para su uso, sino que todo lo que recibiesen lo entregarían al P. Guardián para que éste lo distribuyese según las respectivas necesidades de cada uno. El P. Zamora no quiso forzarlos a eso, sino que libre y voluntaria mente lo aceptasen. Así lo hicieron, de tal modo que cada uno entregó al P. Guardián cuantas provisiones tenía en su celda e incluso la lista de los libros y otras cosas que tenía a su uso. Sólo tres no lo efectuaron de momento; uno de ellos aceptó, por fin, y se comportó como los demás; un segundo hizo lo propio por temor a ser enviado a otro convento, y el tercero pidió traslado de El Pardo. Y desde entonces se puso en marcha en aquella comunidad la observancia de la perfecta vido común. No es que ésta no se guardase en cierta manera o que hubiese notables abusos, como asimismo confiesa el P. Zamora, pero la prefecta vida común a que se debía aspirar pedía más rigor en los puntos indi cados. Si hubiéramos de definirla, nos valdríamos de las mismas orde naciones que desde el principio fueron norma de vida y luego recibieron aprobación oficial: «Es nuestra expresa voluntad que se observe a la letra en este convento la vida común perfecta, así como la ordenó para el convento de Toro el Rmo. P. Colindres; de tal modo, que todas las cosas sean comunes y a ninguno de los frailes sea lícito guardar o retener cosa alguna para su uso particular, fuera del hábito, cuerda,
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