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V IC IS IT U D E S D E C A ST IL L A D E S D E IÓ 7 8 H A STA 1 6 9 3 ¿ 3 1 de los españoles. Pero no sucedió así. Y al salir elegido el P. Torre cilla, el embajador se creyó desairado y hasta desobedecido. Llamó a su presencia a cuantos le parecieron contraventores y reprendió su pro ceder; entre ellos se encontraban los PP. Torrecilla, Tuan Francisco de Milán y Antonio de Fuentelapeña, de Castilla, y el P. Francisco de Barbastro, de la de Aragón, pero que acababa de ser Provincial de Cerdeña. Y no contento con eso el Marqués del Carpió, daba cuenta de todo lo sucedido al Consejo de Estado, acusándoles de ambiciosos y desobedientes (3). Terminado el Capítulo General, los representantes de Castilla, Pa dres Torrecilla, Milán y Bustillo, dirigieron sus pasos tranquilamente a España, bien ajenos de lo que iba a suceder. Tan es así que el Pa dre Torrecilla, habiéndosele concedido «en el Capítulo general pro rrogación de su oficio de Provincial por siete meses para que pudiese visitar segunda vez su Provincia», una vez vuelto a ella comenzó a visitar efectivamente ios conventos, aunque nc pudo concluir «por ha berle sido forzoso el salir de estos reinos» (4). (3) Cfr. carta del Marqués del Carpió (Roma, 26 de junio de 1678) (Siman cas.— Estado. Leg. 3128). En ella decía del P. Torrecilla que había hecho graves acusaciones contra el P. José de lea, Custodio de Andalucía; del P. Juan Fran cisco de Milán, que había contestado al embajador de muy mala manera en aque lla entrevista, y del P. Fuentelapeña, que el rey de Francia había dado orden a su embajador en Roma para que hiciese cuanto pudiese para que fuese elegido Definidor general: que el embajador francés había reunido a los Capuchinos fran ceses y así se lo había ordenado, pero que el P. Fuentelapeña, antes de la cele bración del Capítulo, había renunciado a todo cargo. Mas en realidad de verdad, lo que había sucedido, como también lo confiesa el mismo embajador de Carlos II, es que el Cardenal Protector le había dado muy buenas palabras y que luego obró de distinta manera. Por eso mismo rechazamos de plano cuanto dice el P. Nicolás de Córdoba, y de lo que se hace eco el P. V alencina ( Reseña histórica a IV , 191 ss.), afirmando que algún envidioso de los méritos del P. Jerez— sin duda quieren referirse al P. T o rrecilla—había difundido por todas las Provincias un escrito en que era difamado el P. Jerez, añadiendo que los que habían ido en contra de él, «acusados de su propia conciencia se pusieron en fuga disfrazados, hasta que obtuvieron generoso perdón del ofendido y del embajador de España en Roma». N i fué verdad lo pri mero ni lo segundo. D e otro modo no hay duda alguna que el embajador lo hubie ra dicho en las muchas cartas por él escritas al Consejo de Estado sobre el particu lar, com o tampoco lo dijo el P. Jerez, del cual asimismo se conservan varias que hablan sobre el asunto (Simancas.— Estado.— Legs. 3128 y 3129 ). Por eso también querer presentar al P. Torrecilla «como émulo implacable del P. Jerez», ni es exacto ni verídico; y para prueba pueden leerse las cartas que de ambos se conservan en el Archivo de Simancas, en las que, al hablar uno del otro„ ni se muestran re sentidos ni rencorosos. A mayor abundamiento, hay una carta de varios Capitu lares españoles (Roma, 12 de junio de 1678 , Leg. 3 . 128 ), en que dicen que el P. Jerez «resentido de no verse reelegido en este Capitulo General», había escrito al rey una carta llena de quejas contra las elecciones y contra los Capitulares españoles. (4) Erario divino, o. c., p. 82.
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