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E xpulsión de los C apuchinos de G u a tem ala y del S alvador (1 8 7 2 ) 6 7 convento: entre dos cordones de tropa con bayoneta calada, con piquetes a vanguardia y a retaguardia y con mucha lentitud, porque, a pesar de todo, el pueblo en masa estorbaba la salida y fue necesario hacer ademanes de querer disparar unos sobre nosotros y otros sobre la gente. A eso de las cuatro de la tarde, llegamos a Chimaltenango con toda la tropa y allí pasamos la noche. Al día siguiente, salimos bastante temprano en caballerías, menos los P. Francisco de Bossost, Ignacio de Cambrils y Segismundo de Mataró que los colocaron en unas cajas y, en ellas, fueron llevados a hombros de indios que se relevaban con frecuencia; los dichos tres religiosos, por razón de su edad y de sus achaques, no podían montar a caballo ni andar a pie. Seguimos así para Patzum y Patzinia y pernoctamos en San Andrés, debajo de unos cobertizos abandonados. Proseguimos para Solola e hicimos noche en Santa Lucía, al aire libre. El párroco era un sacerdote catalán y, de la manera que se pudo, se hizo un poco de sopa de pan en un caldero. Al amanecer, nos pusimos en marcha para Santa Catalina y pernoctamos en Totonicapán. Nos alojaron y se alojaron también los soldados que nos escoltaban, que eran más de trescientos, en un antiguo y muy ruinoso convento de franciscanos (si mal no recuerdo). Al otro día, llegamos a Quezaltenango, llamada capital de los altos por ser la más importante de todas aquellas tierras muy elevadas sobre el nivel del mar Quezaltenango tenía fama de irreligiosa. Tenía allí mucho prestigio el entonces Presidente de la República, Rufino Barrios, y muy buenas relaciones la mayor parte de los jefes de la tropa que nos escoltaba. Antes de llevarnos al grande y también antiguo y ruinoso convento de S. Francisco, nos pasearon entre bayonetas por las principales calles de la ciudad. El vecindario nos vio pasar con harta indiferencia y casi con cierta satisfacción y alegría; los habitantes de Quezaltenango, al contrario de los moradores de Totoricapán, habían sido refractarios a las misiones que, por aquellas tierras, diera el P. Esteban de Adoáin. No recuerdo bien si fue en este convento de Quezaltenango o en el de Totoricapán donde vi todavía unos grandes lienzos que representaban diferentes episodios de la vida de S. Francisco. No sé qué mérito artístico tendrían; pero, no

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