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MIS ÚLTIMOS DÍAS EN SANLÚCAR DE BARRAMEDA EN 1893 C a p í t u l o X I V Ya se ha visto que se me impuso la expatriación, esto es, la pena de destierro fuera de mi provincia, de mi país y de mi patria, y esto bajo pena de suspensión, ipso facto incurrenda, en caso de resistencia. Ofrecí quedar suspenso por todo el tiempo que pluguiera a los Superiores Generales. No fue admitida mi oferta y se insistió en la pena de destierro a Francia. Esta es una de las penas más graves que pueden imponerse a un religioso, no puede imponérsele sino por uno de los más graves delitos que puede cometer y no puede imponerse sin previo proceso. Así consta del Código penal de la Orden publicado en 1871, vigente en 1893. ¿Por qué se me castigaba con tanta dureza?. Lo ignoro, pero lo supongo. Ya se ha visto cuáles eran mis quejas, y que unas se referían al gobierno de la Orden en España y otras, a mi persona, a mi honor, a mi fama No creo que nadie pueda negarme el derecho de defender mi buen nombre, ni el de defender la observancia regular. Me dirigí primero a la Superiores de la Orden según su jerarquía y, por fin, a la S. Congregación de Obispos y Regulares. No creo que con esto haya faltado a mi deber, ni en el fondo ni en la forma y no estoy obligado a tener por bueno el parecer de los Superiores Mayores que me han creído culpable de los más graves crímenes y digno de los más severos castigos. Así como nunca me han querido decir cuáles son las malas doctrinas por mí profesadas y enseñadas, tampoco me han querido decir nunca cuáles son mis delitos. Parodiando, o como si quisieran parodiar a los judíos acusadores de Jesucristo ante Pilatos: “Si no fuese un malhechor no lo habríamos traído a tu tribunal”, me dicen a
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