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Los Capuchinos en la Península Ibérica Santísimo Sacramento” y a quien no faltó la tribulación de verse desterrado de la Corte por obra del Duque de Arcos, mayordomo de la Reina, ofendido por el celo apostólico del capuchino; el P. Cirilo de Santa Creu (+1630), maestro de elocuencia antes de vestir el hábito, y autor después de un Compendio de retórica (Barcelona 1619), que de capuchino se esmeró en reducir a tosquedad sus bien construidos sermo­ nes. 525. Al extenderse por la Península los capuchinos, la Iglesia española se hallaba en un momento de esplendor: la oratoria seguía las normas paulinas, especificadas e ilustradas por los tratados de retórica cristiana de fray Luis de Granada y de fray Diego de Estella, y el pueblo vivía todavía el fervor rigorista y místico del Siglo de Oro. Se trataba, pues, de con­ servar y alimentar estos valores. La predicación capuchina tendía a la instrucción religiosadel pueblo en toda suamplitud dogmática y moral. El tiempo fuerte de esta predicación era el adviento y la cuaresma, a base de sermones doctrinales y de catequesis: se fustigaba con evangélica libertad los agüeros, sortilegios y supersticiones, cuerpos extraños incrustados en la añeja piedad del pueblo. Pasada la pascua, el predicador se retiraba a la soledad del convento, para subir al “monte santo de la oración y la contemplación”, para retemplar su alma en el amor de Dios y prepararse para las siguientes fatigas apos­ tólicas. 526. Aún los otros géneros de predicación (panegíricos, oraciones fúnebres, sermones de circunstancias), menos prac­ ticado, supieron mantenerse en el realismo moderado, en la unción piadosa y en la belleza clásica. De esta primera época son dignos de recordarse Angélico de Tudela (+1633), cuya sencilla pero encendida palabra hacía prorrumpir en lágrimas al auditorio, y Juan de Ocaña (+ 1654), predicador del rey Fe­ lipe IV, y que, con cortesía pero santa libertad, soltó más de cuatro verdades contra el conde-duque deOlivares que le mere­ cieron el destierro. Publicaron sermones, bien porque los juz­ garon útiles para los nuevos predicadores, bien porque lo exi­ 272

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