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HISTORIA DE LOS CONVENTOS CAPUCHINOS Visto que la sangre no llegaría al río, los padres Agustín de Antequera y Gonzalo de Córdoba subieron al convento, vestidos ya de seglar, para ver el estado en que lo habían dejado, y salvar algunas cosas de su uso particular. Los cabecillas del asalto eran más borrachos que otra cosa y en unas horas se habían bebido el vino que teníamos para un mes, por lo que se salvó el santuario de Nuestra Señora de Regla, pues tenían el propósito de seguir a Chipiona para quemarlo. El P. Agustín tuvo el buen acuerdo de cortar la luz de todo el convento, y como ya empezaba la noche, el espanto de un convento a oscuras echó por las buenas a los rateros que andaban por las celdas llevándose todo lo que les interesaba y podían ocultar en los bolsillos. Fue consigna general de las autoridades republicanas el dejar al po pulacho hacer de las suyas, interviniendo por un resto de vergüenza cuando todavía quedaba algo por salvar, y a eso de las siete llegaron guardias civiles y carabineros para encargarse de guardar el convento. Como siempre, la guardia civil lo tomó con verdadero interés, echando a la gente que aún quedaba, y guardando en el coro bajo las pocas gallinas que no se habían llevado. Y como siempre en aquellos enton ces, también los carabineros estaban en su sitio: alegremente meren dando en la despensa. Conocieron al P. Agustín, y le dijeron: Aquí, tomando un bocadillo. Claro hombre -respondió el padre- para que se lo coman otros, ustedes que han venido “para defender esto”. Llegada la mañana representamos el último episodio de la tragicome dia, desfilando camino de la estación en figuras de carnaval, mal vestidos y peor calzados, con los andares desgarbados del que al verse por primera vez con pantalones largos siente la sensación de llevar las piernas en tubos de latón, y martirizados los pies en el tormento de unos zapatos estrechos. El pelado a rape lo disimulábamos con unas gorras de visera, entonces de moda entre la gente pobre. Los buenos nos miraban compasivos, y los malos, burlones de nuestras malas fachas. Por mucho que quisimos disimular, fuimos pregonando núes-
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