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sitó desnudarse del hombre viejo y de sus actos, pues aun en el siglo había arreglado sus acciones a los preceptos del Evangelio, sino de perfeccionarlo, añadiendo a las virtudes de cristiano en que se había ejercitado desde la adolescen­ cia, las de un per'fecto religioso y verdadero hijo de nues­ tro P. San Francisco. Desde el noviciado fué un dechado de perfección religiosa,, observantísimo, no solo de los preceptos de la regla seráfica, más también de sus consejos y de las Constituciones y ceremo­ nias de la Orden; pobre, humilde, mortificado, «sencillo y pacien­ te. Pasó a Valencia con los primeros fundadores de aquella pro­ vincia, desde allí vino a la de Aragón, que se fundaba al mismo tiempo. En el convento de Zaragoza, fué súbdito del P. Fr. Miguel, de Gerona, después provincial de Cataluña, el cual depone en el proceso de sus virtudes, que había tenido a Fray Francisco por el mejor religioso de cuantos había tra­ tado, porque era varón de gran pureza y simplicidad, humildí­ simo en sus palabras, que siempre se despreciaba y postraba a todos y se hacía llamar Fr. Francisco, el Pecador. Desde Zaragoza vino a Huesca en 1602, con los fundadores de este convento, donde estuvo hasta su preciosa muerte. La pobreza, virtud característica del P. San Francisco, a quien llamaba su esposa, fué tan amada de su fiel imitador Fr. Francisco de Daroca, que no se puede dar imagen más perfecta de la po­ breza evangélica, que su misma persona. Sólo usaba de las cosas de la tierra con suma estrechez y compelido de la ne­ cesidad; su hábito era corto y tan viejo y remendado, que co­ mo dice Aínsa, que le vió muchas veces, no se conocía de qué era; del manto y de las sandalias sólo usaba alguna vez obli­ gado de la obediencia, cuando era muy intenso el frío. Su comida ordinaria era una escudilla de potaje, las más veces» de la olla que disponía para los pobres. Socorría a éstos con gran caridad, les remendaba los vestidos y les enseñaba la doctrina cristiana. A las austeridades de la pobreza, añadía otras mortificaciones con que afligía su cuerpo: sus discipli­ nas eran cotidianas, nunca dormía echado, sino sentado sobre — 56 —

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