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más o menos en todos los conventos en casos semejantes, co­ mo consta por las biografías de los religiosos. “Por el mes de julio del año 1648, dice el citado historiador, se declaró la peste en la población. En un principio los reli­ giosos se, concretaron a cumplir con el ministerio sacerdotal, prestando los auxilios espirituales a las enfermos, pero viendo a los pobres enfermos abandonados de sus vecinos por temor al contagio, y los cadáveres de los que fallecían insepultos por la misma causa, se dedicaron a prestar también los auxilios corporales y a ejercitar las obras de misericordia haciendo de enfermeros y dando sepultura a los muertos.” “Desde el principio comenzaron los religiosos a asistir a los enfermos en sus casas ayudándoles a bien morir; e igno­ rando ellos la malicia del accidente, apenas se puso cuidado por su parte para librarse del contacto, aliento y vaho; v fué caso maravilloso, que asistiendo de día y de noche a los apes­ tados tan numerosos y con tanta mortandad, por espacio de mes y medio que tardó en tenerse noticia perfecta de la ma­ lignidad del contagio, no tuvieron los religiosos ni una leve desgracia.” “No por saber el grande riesgo que se corría de contagiar­ se. según dictamen de los médicos, cambiaron de conducta; an­ tes bien, continuaron asistiendo, confesando y ayudando a bien morir, sirviendo además a los enfermos en cuantos me­ nesteres los necesitaban, porque asustado el vulgo ante el es­ pectro de la muerte, todo fué llanto y aflicción; y siendo la mala alimentación el mayor peligro para tal enfermedad, hu­ bieron de aumentar su esfera de acción, atendiendo no sólo a lo espiritual sino también a lo temporal. Fr. Marcos de Maluenda y Fr. Francisco de Alcañiz, iban haciendo una tarde la limosna y hallando dos difuntos que no tenían quien los llevase a enterrar, dejaron las alforjas y cargando con ellos cumplieron tan grande obra de miseri­ cordia. El P. Fr. Diego, de Zaragoza y Ambrosio de Huesca, fueron a ayudar a bien morir al cirujano de la villa y fué tal la des­ composición y hediondez de su cadáver, que no hubo quien — 36 —

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