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P. MIGUEL DE ÉPILA Movido de la gracia divina, corrió el P. Miguel a refugiarse en el claustro de nuestra Seráfica Religión Capuchina, llevando en/ella una vida tan santa, que bien podemos creer, fué a ha­ cer compañía a los anteriores en la patria celestial. Aprendió eni la Orden la necesidad y obligación de domar la carne con toda suerte de asperezas y mortificaciones, no sea que se insolente contra el espíritu y nos hagamos répr'obos por causa de ella; y como lo aprendió, así lo puso por obra. Pai!a extirpar de raíz los vicios con que la carne hace guerra al espíritu, la castigaba con maceraciones cruelísimas. Sus ayunos eran frecuentes y rigurosos, comiendo poco y mal para más afligir a su carne, por lo que llegó a enflaquecer y perder el color de tal manera que, mirando a su rostro, pa­ recía estar delante 110 un hombre, sino una imagen de la misma muerte; tal era su palidez. Su hábito estaba a tono y corría parejas con el color de su rostro macilento, siendo muy grueso, raído y basto. No hubo jamás hombre alguno que tuvier'a tanta hambre y sed de oro y riquezas, como nuestro P. Miguel ardió en deseos de padecer por Cristo toda clase de privaciones y dolores. Por eso no pensó en todo el decurso de su vida en mitigar sus pe­ nitencias, antes al contrario, hacía continuamente nuevos pro­ pósitos de aumentar' sus austeridades y las maceraciones de su. cuerpo tomando diarias y prolongadas disciplinas con fervor tal, que empleaba en ellas más de media hora, y para ocultarlas a la vista de los religiosos buscaba los lugares más escondidos del convento donde 110 pudiera oirse el ruido de sus flagela­ ciones, así como también aquellas horas del día o de la noche: — 328 —

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