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tus mismos ojos libre de todo peligro” y dichas estas cosas, so marchó sin decirle uua palabra más. La realidad demostró plenamente que todo había sucedido como el siervo de Dios- lo había predicho, porque transcurridos tres días volvió el marido, no sin haber recibido una herida grave que le causa­ ron los ladrones quienes quisieron quitarle la vida y apode­ rarse del dinero que llevaba, no pudiéndolo conseguir por ha­ berse defendido de ellos con mucha bravura; y se pudo com­ probar que todo había sucedido en el mismo tiempo en que el P. Antonio lo había dicho a su mujer. Muchas más cosas de este género podrían referirse si no las hubiera ocultado su humildad, o $i no se hubieran dejado olvidar las que él no pudo ocultar. La caridad profundamente arraigada en su corazón, le forzaba a ejercitarse con diligencia en la utilidad de los pró­ jimos, y aunque debilitado en sus fuerzas físicas, trabajaba como diligente operario en la viña del Señor, ora cantando, en el coro las divinas alabanzas, ora administrando el sacra­ mento de la Penitencia, ora tamoién ayudando a los fieles a bien morir. De toda aquella región afluían al siervo de Dios los en­ fermos de varias enfermedades para que les recitase los evan­ gelios y recobrasen por este medio la salud perdida, y los ma­ nuscritos nos dan cuenta de algunos de los muchos casos en que los enfermos fueron curados milagrosamente. La hija de una piadosa señora, que en un tiempo fue de gran hermosura, sufrió un grande quebranto en su salud, to­ mando un aspecto cadavérico por la palidez del rostro y cau­ sando horror y hasta miedo a los que la veían y conocían por los visajes y contorsiones del rostro. Los interesados y fami­ liares atribuíanlo todo a la mala voluntad de alguna persona, como suelen decir. En vano los facultativos pusieron en prác­ tica cuantos remedios enseña la medicina para que los enfer- m’os recobren la salud, y abandonando toda esperanza de caí- ración, juzgaron de común acuerdo que la joven era víctima de un maleficio, y así quedó abandonada a su suerte. La ma­ dre lloraba inconsolable la desgracia de su hija, sin saber a. — 232 —

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