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humilde nacimiento. Sucedía a veces que los religiosos re­ nunciaban a aceptar los servicios y obsequios que por humil­ dad deseaba hacerles Pr. Juan, que gozaba Je mucha fama dentro y fuera del convento por sus eximias virtudes; pero él, a¡ fin de vencer su modestia y obligarles a aceptar sus buenos oficios, les hablaba de esta manera: ‘ ¿Acaso ignoran la humildad y baja condición de mi nacimiento y de mi ca­ sa? ¿No saben que no hay cosa alguna servil y baja en la casa del Rey de Reyes Jesucristo? ¿no es verdad que todo servicio que se hace en la Religión es un servicio que se hace al Rey del Cielo?-’ Con estas y otras semejantes razones obligaba aun a los recalcitrantes a aceptar- de buen grado sus servicios y obsequios y a dejarse querer como vulgar­ mente se dice. Nada le era más grato que el servir a todos y hacerles algún obsequio, así como por el contrario, se hacía imposible a su humildad el recibirlos de los demás. Movido de este espíritu de humildad, huía con disimulo de toda reunión en la que presentía iba a ser objeto de obsequios o alaban­ zas por cualquier motivo. De esta manera desbarataba las ten­ taciones de vanagloria que podían levantar en su espíritu a causa de las alabanzas humanas. Si bien es verdad, que cuan­ to mavor'es eran sus conatos en huir y despreciar los honores, y cuanto más trabajaba en ser olvidado y despreciado de los hombres, tanto era más honrado y estimado de ellos. No fué menos predilecta de este siervo de Dios la virtud de la pobreza, hermana de la humildad, pues se había obli­ gado a ella con voto. Durante los treinta años que estuvo de limosnero y los veinte que se ejercitó en el oficio de hortelano, siempre fué su hábito el peor y el más remendado de cuantos había en el convento y su celda desnuda de toda clase de mue­ bles, haciendo consistir en esto su rico tesoro. Cuando en la mesa se sentía la escasez o falta de alimen­ tos, entonces parecía más alegre y contento y después de dar gracias a Dios por sentir algo los efectos de la pobreza, pro­ rrumpía en exclamaciones que salían del profundo del cora­ zón: “ ¡Oh, dichosos V felices de nosotros—decía— que mien­ tras padecemos penuria de las cosas temporales, imitamos a — 166 —

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