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ca faltaban en su boca las alabanzas en honor de la Reina de los Angeles, dirigiéndose principalmente su devoción a la Virgen del Pilar y concretándose de una manera particular en una imagen que se veneraba en el claustro del dormitorio del convento. Y como la llama tiende siempre a lo alto, así también el encendido amor que tenía en su pecho, le impelía siempre hacia la Virgen Santísima y muchas veces fué visto por los religiosos volar por el claustro como si estuviera dotado de alas hasta su adorada imagen, donde recitaba con claridad y mucho fervor la salutación angélica; y con sentimientos de hijo agradecido hacia aquella de quien tantos beneficios re­ cibiera, se deshacía en ruegos, oraciones y lágrimas, tenien* do siempre su corazón allí donde radicaba todo su gozo y alegría, esto es, en María. Llegó por fin para el siervo de Dios, P. Antonio, el día y liora de todos los mortajes, y antes de terminar la cari-era de esta vida, fortalecido con los Sacramentos de la Iglesia, hizo llevar al aposento de la enfermería, donde había de mo­ rir, las imágenes queridas de la Virgen del Pilar y del Padre San Francisco, en las cuales fijaba su vista con tanto amor y cariño, como si quisiera abrazarlas con todo su corazón y alma. Y todo abrasado en llamas del divino amor, e inunda­ do de santa alegría, les dirigía fervientes jaculatorias, tales como éstas: “ ¡Oh María, madre de los pecadores! ¡Oh María, Madre de misericordia! Con tu auxilio venceré y aniquilará a los enemigos infernales. |Oh Padre mío, San Francisco! Con tu protección penetraré seguro por entre las huestes inferna­ les.” Con estas y otras semejantes jaculatorias, dichas todas con suma devoción y con rostro alegre cual cisne racional, dió el último adiós a este mundo, verificándose su muerte en el convento de Zaragoza, el año 1663. En la muerte del P. Antonio, todos los religiosos se lamen­ taban y dolían de haber perdido la compañía un Padre tan santo y de tanto mérito para la provincia, consolándose con la esperanza de que seguiría siéndoles propicio desde la gloria del cielo. — 129 — 9

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