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FECUNDA PARENS riente suyo, que formaba parte del tribunal, abogó por él y se contenta­ ron con imponerle una multa. Fray Egidio fué también encarcelado. A primera hora de la tarde* lo sacaron del calabozo para llevarlo al convento y obligarleaense­ ñarles cuanto en él había y el paradero de los demás religiosos. Aquí íué donde el corista, con valor heroico, realizó un gran acto de caridad en favor de sus hermanos de hábito; a pesar de todas las amenazas y malos tratos, nada pudieron obtener de él aquellos foragidos. Fué devuelto a la cárcel. El día 31 de julio, a las seis de latarde, era fusilado en las tapias del cementerio, en unión de otros dos hombres. Como era de temer un registro en la torre del Pino, los dos Her manos legos fueron a ocultarse entre los cañares. Los del grupo del P. Guardián comieron de lo que caritativamen­ te les llevó un buen vecino. Cuando estaban reposando y haciendo sus rezos, oyeron de pronto un tiro de fusil; sin sospechar que aquel .dis paro podía tener por fin hacerles salir del escondrijo, echaron todos a correr hacia el monte. Afortunadamente, no fueron descubiertos por los rojos, que, en efecto, andaban en su busca. Cada cual se ocultó lo me­ jor que pudo. Al cabo de dos o tres horas de ansiedad, tres de ellos; el P. Feli­ pe, el P. Esteban y fray Alejo, autorizados por el P. Guardián, em­ prendieron la marcha camino de Zaragoza. Se dirigieron hacia el tér­ mino llamado “ Los Campillos”, pasaron la carretera de la Puebla y, siguiendo el camino de las Lianas, fueron a la carretera de Zaragoza. Pero, habiéndose encontrado con un grupo de hombres armados, que llevaban una bandera roja, desandaron parte del camino; tomaron otro derrotero lejos de la carretera y así pudieron llegar a Lécera, primer pueblo en poder de los nacionales. El P. Guardián, con el P. Isidoro y fray Bernardo, permanecieron escondidos hasta el atardecer debajo de una peña. Desde allí oían los disparos que hacían de tarde en tarde sus perseguidores; y hasta vie­ ron a un grupo de rojos pasar muy cerca de donde estaban y sentarse casi encima de la peña, de forma que pudieron seguir su conversación. Por fin, emprendieron también la fuga el P. Isidoro y fray Ber­ nardo; el P. Guardián, como buen capitán, sería el último en huir. .Si­ guieron los dos el mismo camino que los anteriores, pero, al tropezar con el mismo grupo de la bandera roja, tuvieron que volver atrás, por que no sabían otro camino. Se refugiaron en dos torres de amigos. El P. Guardián se decidió a abandonar su refugio ya bien entrada la noche. Desde un altozano vió, con dolor indecible, el convento en llamas; sintió cerca ruido de motores, voces, vivas y mueras; eran los rojos que se dirigían a su cuartel general de la Puebla de Híjar. Son las nueve de la noche; escondido detrás de un olivo, permanece un buen rato observando el estrago del fuego. En esto, reconoce en un hombre que cruza cerca de él a fray Bernardo, que camina tranquilamente ha­ cia la torre del Zorro. El P. Guardián se decide a seguirle. En aquella

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