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CAPITULO JI LAS REFORMAS El siglo XIV, lo mismo que para la primera Orden, señala para las clarisas un descenso en el fervor y en el rigor de la ob– servancia. A ello contribuyó el mismo crecimiento numérico; para 1361 los monasterios alcazaban la cifra de 372, distribuídos geo– gráficamente de la siguiente manera: 188 en Italia. 37 en la Pen– ínsula Ibérica, 47 en Francia y Bélgica, 77 en Europa central, 18 en las Islas Británicas, cinco en los Balcanes y en Grecia; en 1384, sumaban, en total, 4,0c1,, de los que 251 pertenecían a Ita– lia; el número de monjas puede calcularse en la misma fecha en unas 15.000, sin meter en la cuenta los muchos monasterios so– metidos a la jurisdicción de los obispos. Con el número crecie– ron también las posesiones y las rentas, acumuladas por la devo– ción de los bienhechores, con lo que se condescendió con el lujo y, para legitimarlo, se recurrió a las dispensas pontificias. Admi– tíanse con excesiva facilidad, y no siempre con miras desinteresa– das, en el retiro de los monasterios damas nobles, princesas y rei– nas, que ya no eran dechados de virtud como en el siglo anterior, sino piedra de escándalo para las religiosas sencillas. No era raro el caso de una señora de tal categoría rodeada dentro del claus– tro del boato de la corte, amparada con amplios privilegios pa– pales. El mal subió de punto con el cisma de Occidente y la con– siguiente confusión. Dada, sin embargo, la independencia de los monasterios entre sí, no puede hablarse de una decadencia simul-

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