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376 MANUAL DE HISTORIA FHA:\'CISCA'\ .\ imposición del príncipe elector de Maguncia, el texto oficial en la región del Rhin, sustituyendo al de San Pedro Canisio. Si quisiéramos presentar la lista de todos los ilustres predi– cadores que han dejado un nombre en la historia del apos,olado católico o han legado a la posteridad sus colecciones de sermo– nes, nos haríamos interminables. Nos limitaremos a recordar las figuras más prominentes. En el siglo XVI destacan Bernardino Ochino, de cuya popularidad ya hemos hablado; Alonso Loho de Medinasidonia í t 1593), pasado de los descalzos de Espé!ña a la reforma capuchina, tenido por el mejor predicador de su tiempo en Italia; Matías Bellintani de Salo (t 16111, San José de Leonisa, San Lorenzo de Brindis, Luis de Sajonia ( t 1608), Francisco de Sevilla (t 16151, Jerónimo de Arles (t 16líl; en el siglo siguiente, Manuel de Como ( t 16491, Marcos de Aviano (t 1699), Angélico de Tudela ( t 1633), Juan de Ocaña, José de Carabantes (t 1694,), Félix Bretos de Pamplona (t 1701), Fran– cisco de Toulousc (·i· 1678), Nicolás de DiJon (t 16711, Honorato de Cannes ( t 1694,), Procopio de Templin ( t 1680); en el XVIII, Antonio de Olivadi ( t 1720), Simón de Nápoles ( t 17211, Ber– nardo de Nápoles ( t 1744), Carlos de Motrone ( t 1763), Sera– fín de Lendinara (t 1777), Esteban de Cescna (t 1771), Felipe de Novana ( t l 78ll, Nicolás de Lagonegro / t 1792), Adeodato Turchi de Parma I t 1803), Feliciano de Sevilla ( t 1722), Manuel de Jaén ( t 1739), Lamberto de Zaragoza ( t 1785), Francisco de Villalpando \ t 1797), el beato Diego de Cádiz ( t 1801), Benigno de Lohr { t 1719), Clemente de Burghausen ( t 1731), Alberto de St. Sigmund ( t 1810), Clemente de Ascain t 1781); en el XIX, Miguel de Santander ( t 18311, Esteban de Adoáin ( t 1880), Vi– cente de Eppan ( t 18781, Anselmo de Fontana ( t 1904,), María Antonio de Lavaur {t 1907). Con la popularidad del predicador capuchino corría parejas su aceptación en las cortes. Son incontables los que predicaron ante los magistrados de las repúblicas italianas y los que lo hicie– ron en los palacios de los príncipes alemanes, algunos de los cua– les confiaron la predicación áulica solamente a los capuchinos. De las tres grandes cortes católicas ninguna hizo tanto aprecio

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