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CAP. IV.-GÉ:'/ERO DE VIDA DE LOS PRIMEROS CAP!.'CHI;\'OS 323 heroísmo. Lo hemos hecho ya notar en las dos primeras redac– ciones de las constituciones. Al hacerse en 1552 la nueva revisión. en que se mitigaba ese carácter heroico, comentó Bernardino de Astí: u Hemos avanzado hasta el último límite posible; a poco que pasemos adelante obraremos ya contra la Regla. Ahora nos hallamos ya en lo que la Regla nos permite, mientras que antes íbamos más allá de lo que la Regla manda.>) Para mejor pene– trarse del priifiitivo espíritu franciscano leían de continuo' los Tres Compaiieros, las Conjormidades de Bartolomé de Pisa. y algunas antiguas obras de los espirituales. Por encima de la Regla escrita estaba, en efecto, la Regla viva, el ejemplo de San Francisco y de sus compañeros. ~ o les cabía una interpretación de la Regla corno mero documento legislativo, a la luz de los principios canónicos. Dentro de la fidelidad a la Regla, consideraban la pobreza como el ((fundamento de toda la perfección franciscana)); sin ella 110 hay ni observancia regular ni vida de oración. La pobreza resplandecía principalmente en los edificios, si así pueden lla– marse aquellos tugurios de mimbres y barro que nada tenían que envidiar a Rivotorto. Auténticos albergues provisionales. se los fabricaban los frailes con sus propias manos, colaborando supe– riores y súbditos; hubo casas, como la de Fano, que en veintidós días estaban habilitadas. Cuando la caridad para con los religio• sos débiles obligó a mitigar algo aquella excesiva sencillez. pavi– mentando el suelo y empleando piedra y mortero en las paredes, cuidóse muy bien de que todo fu"ese tan diminuto cuanto era posi– ble. El mueblaje puede decirse que no existía. Generalmente dor– mían sobre las desnudas tablas o sobre una estera; en el genera– lato de Eusebio de Ancona se introdujeron las mantas. No se juz– gaban necesarios los armarios ni las mesas o escritorios en las celdas. La misma estrechez resplandecía en el ajuar de la cocina y del comedor. Comunidad hubo en que todos los frrriles tomaban su pobre ensalada de una sola fuente, sentados en el suelo, con indecible alegría. Las iglesias eran pequeñas en extremo, pero lim– pias y devotas. Al hacer la entrega de las casas una vez al año a sus dueños, conforme a lo establecido en las constituciones de 1536, les daban humildemente las gracias por el tiempo que se
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