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24,0 i\IANGAL DE HISTORIA FRANCISCANA Está comprobado, en efecto, que los restos del antiguo cnstranis– mo del valle de Urakami y de otras partes del Japón, en que abun– daban los nombres franciscanos y se invocaba a San Francisco en el Confiteor Deo. descendían de los núcleos formados por los misioneros descalzos. Los intentos de penetrar en China desde Filipinas eran ante– riores a la misión del Japón; pero la empresa resultaba imposible, porque el celeste Imperio cerraba inexorablemente sus puertas a todo extranjero. Ya en 15'15, siete años antes de la muerte de San Francisco Javier en la isla ele Sanchón, el celoso arzobispo de Méjico Juan de Zumárrnga había JJlaneado en serio una expe– dición misionera de la que él intentaba formar parte, renunciando a su sede. En los últimos decenios del siglo XVI los descalzos de la provincia de San Gregorio probaron fortuna repetidas veces con increíble audacia. Un grupo de cinco misioneros, dirigidos por fray Pedro de Alfaro, lograron penetrar el año 1579 en Cantón e iniciar el apostolado; pero pronto hubieron de salir desterra– dos. Dos de ellos, el superior y Juan Bautista Lucarelli, se reti– raron a la plaza portuguesa de 1Vfocao. donde fundaron un con– vento, destinado en sus planes a ser como un puesto avanzado de la penetración en China, uua especie de colegio de misioneros donde los candidatos aprenderían la lengua y se informarían de las costumbres del país. El P. Lucarelli, que quedó solo. comenzó por reunir una veintena de jóvenes chinos, siameses y japoneses, a los que iba preparando para catequistas. Luego fueron a jun– túrscle otros misioneros de Filipinas, entre ellos el P. Martín Igna– cio de Loyob, después de haber probado asimismo las cárceles de Cantón. Surgieron dificultades por cuestión de nacionalidad, y por entonces todo cayó por tierra. Mayor fortuna tuvieron los jesuílas, que desde 1583 consi– guieron poner en marcha la misión de China, con su peculiar metodología de prudente cautela y de máxima adaptación. En 1633 entraban en el celeste Imperio los primeros dominicos con el fran– ciscano Antonio Caballero de Santa María e iniciaban una pre– dicación más abierta e integral, reprobando ciertos usos y cos– tumbres que considerahaa paganos. Esta actitud provocó el con-
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