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116 MANUAL DE HISTORIA FRANCISCANA por el seráfico fundador desde la celebración de la solemne Navi– dad de Greccio. Y. como es natural. fué el culto de la Pasión la nota más llamativa de la piedad difundida por el ejemplo y por la predicación de los menores. San Francisco había compuesto un ((Oficio de la Pasión del Señorn para satisfacer su devoción personal; lo propio hizo San Buenaventura con fines más litúr– gicos. La devoción a los Santos Lugares de Jerusalén venía ya desde la época de las cruzadas; pero. perdida Jerusalén definiti– vamente, los franciscanos mantuvieron en Europa el recuerdo de las santas peregrinaciones recurriendo a aquel instinto de con– cretez imitativa heredado del Poverello. A esto obedecieron aque– llas reconstrucciones de la ciudad santa, la más famosa de las cuales fué la trazada por Bernardino de Caimi en el monte Varallo a fines del siglo xv, y sobre todo la práctica del Via Crucis, que tanta difusión había de alcanzar. Con el amor a la Pasión corría parejas en San Francisco la veneración a la Sagrada Eucaristía, promovida por él ardientemente mediante cartas y exhortaciones. Era la época en que la fe en la presencia real venía a suplir la práctica de la comunión, reducida al mínimo en el siglo XIII (las constituciones de Narbona mandaban a los religiosos comul– gar quince veces al año y confesar dos veces por semana). A acre– centar esta fe contribuyeron los predicadores franciscanos median– te cofradías eucarísticas, como la fundada por Querubín de Spo– leto ( t 14,84,). En el siglo xv San Bernardino de Sena tomó como bandera propia de su apostolado el Nombre de Jesús, secundado por San Juan de Capislrano y otros predicadores; más tarde re– l'ibiría esta devoción carta de naturaleza en la liturgia con oficio propio, concedido por Clemente VIII a la Orden seráfica y exten– dido a toda la Iglesia por Inocencio XIII. En cambio no sonó todavía la hora de entrar en el cuerpo de la oración pública el culto al sagrado Corazón de Jesús, en cuya devoción se distin– guieron San Buenaventura, la beata Angela de Foligno y la beata Bautista Varani. Con la Humanidad de Cristo no podía menos de ir unida la santísima Virgen María en la piedad franciscana. No hablemos del entusiasmo con que la Orden promovió la devoción al mis-
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