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SAN FRANCISCO Y LA IGLESIA 91 litúrgico de su día, el título honorífico de Francisco, el varón católico: "Franciscus vir catholicus Et totus apostolicus Ecclesiae teneri Fidem romanae docuit, Presbyterosque monuit Prae cunctis revereri" ( 63 ). V. Las bendiciones que este sentido profundamente católico atrajo tanto a la Iglesia como a la Orden fueron muy grandes. Aunque los Papas del siglo xn y principios del xm unieron un bri– llante poder exterior con un ardiente celo por la reforma interior, sin embargo la situación de la Iglesia en aquel tiempo era en sumo grado desconsoladora. Obispos y sacerdotes, siendo ellos mismos con fre– cuencia aseglarados y de vida muy poco edificante, no podían remediar la inmoralidad dominante en el pueblo; antes bien iba disminuyendo cada vez más el respeto al estado eclesiástico y a los clérigos. De este mal estado de cosas sacaron el mayor partido posible los herejes conocidos bajo el nombre colectivo de cátaros o puros, los cuales rechazaban el Antiguo Testamento, afirmando que su Dios no es otro que Satanás, prohibían el matrimonio, negaban el dogma de la resurrección de los cuerpos, declaraban ilícito el comer carne y matar animales. Tenían el juramento por cosa tan mala como el homi– cidio y el adulterio. Las imágenes de los santos, la Cruz, los Sacra– mentos, todo el culto de la Iglesia, todo era para ellos una abominación. La Iglesia misma, el Papa, los Obispos y sacerdotes eran, según ellos, la sociedad del Anticristo. Con la misma energía combatieron también la autoridad civil, socavando así los cimientos de toda la vida social. Mas por otro lado bajo la apariencia de una extrema continencia se entregaban a los más infames excesos y apestaron toda la sociedad. Asolaron primeramente el sur de Francia y norte de Italia, pero pronto fueron penetrando por todas las regiones de Occidente ( 64 ). Ya en 115 O Santa Hildegarda suplicaba a los reyes y príncipes y a todos los cris– tianos, que desterraran de la Iglesia a esos herejes que profanaban toda la tierra, que despreciaban la ley de Dios que manda que los hombres crezcan y se multipliquen, que maceraban sus cuerpos con ayunos, pero se entregaban a la más abominable inmoralidad, que des- URsPERGE."'1s1s, Chronicon, ed. ABEL-WEILAND, Monumenta Germ. histor. Scrip– tores, t. XXIII, 376. (63) HIL. FFLDER, Die liturg. Reimoffizien auz die hl. Franz und Antonius, 107. (64) D6LuNGER, Beitriige zur Sf:ktengeschichte des Mittelalters, 1'1- parte, Mu– nich, 1890, 98-241.
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