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EL CABALLERO DE CRISTO FRANCISCO DE ASÍS sus amigos de la leprosería. ¡ Qué alegría y regocijo para los aban– donados leprosos ! Verdad es que esta vez venía con las manos vacías, como humilde pordiosero; pero así le cobraron más cariño y su amor hacia ellos fué más conmovedor. Si antes los había visitado de paso, ahora fijó su morada entre ellos durante algún tiempo, compartió con ellos las alegrías y dolores, la comida y el lecho, y tuvo para ellos delicadas atenciones. Lavábales los pies, vendaba sus llagas, quitaba la podredumbre de sus heridas, limpiaba y enjugaba sus úlceras pu– rulentas y los besaba con ternura y devoción (8). Lejos de sentir en ello repugnancia, el cuidado de los enfermos convirtiósele en dulcedumbre del corazón, como lo atestigua en su Testamento: "Mientras yo estaba en pecados, me parecía amargo ver los leprosos. Pero el Señor me llevó entre ellos y usé de misericordia con ellos. Y apartándome de ellos, aquello que antes me parecía amar– go, se me convirtió en dulcedumbre del ánima y del cuerpo" (9). Hacíasele duro apartarse de sus amigos. Pero urgía la orden del Crucificado: "Ve y repara mi casa". Se despidió con lágrimas en los ojos y no sin haber antes prometido a los leprosos que volvería de nuevo y que toda su vida sería su amigo y protector. Después corrió hacia San Damián. Era un espléndido día de mayo. El sol brillaba y ardía en el cora– zón de Francisco con la misma claridad y fuerza que en la llanura de Umbría. De nuevo estaba don Pietro sentado en el poyo delante de la capilla. Lleno de curiosidad examinó de arriba abajo el joven pere– grino que se acercaba a la casa de Dios cantando en alta voz. ¡ Sí, no había duda: era el caballero de otro tiempo, Francesco ! El encuentro fué sumamente cordial. Sólo que don Pietro oponía serios reparos a la proyectada reconstrucción de la iglesita. ¿ No sería de temer una nueva oposición de Bernardone? Y en el mejor de los casos, ¿ cómo iban a cubrir los gastos, ya que él y su huésped carecían de todo re– curso? Francisco replicó sencillamente al sacerdote con las palabras del obispo Guido: "Hijo mío, confía en el Señor, obra animoso y no te– rnas, pues Él mismo será tu ayuda y te dará en abundancia lo nece– sario para las obras de su iglesia". Estas palabras tranquilizaron al medroso clérigo. Pero, con todo, quería que su compañero vistiese traje eclesiástico, a fin de poder pasar así corno servidor del santua– rio. Francisco vaciló un momento, ya que no era ni clérigo ni monje; (8) Ce!. I, 17; Bonav., 2, 6. (B. A. C., 296 sig., 534 sig.) (9) Opuse., 77 (B. A. C.. 34).

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