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CAPÍTULO VII SERVICIO PERSONAL DEL CABALLERO DE CRISTO Bernardone había desaparecido. La muchedumbre se fué disper– sando. El obispo Guido tuvo a Francisco cubierto con su manto hasta que los criados hallaron un vestido para aquel pobre. Trajéronle el raído capote de un labrador que estaba al servicio del príncipe de la Iglesia. El pordiosero voluntario tomó con agradecimiento el vestido, trazó sobre él la señal de la cruz con un pedazo de cal que halló a mano, y se lo puso. Quiso dar a entender con ello, aun exteriormente, se– gún ya lo advirtió San Buenaventura, que desde entonces entraba al servicio caballeresco del Crucificado, como auténtico cruzado y caballero de la cruz (1). Antes de partir para la tierra prometida, los cruzados tomaban la señal de nuestra Redención y se la cosían en la ropa (2). Así tam– bién Francisco se sentía y se mostraba como caballero espiritual de la cruz. Y alegre se puso en camino. Pero ¿ hacia dónde? Sentíase impulsado a emprender desde luego el servicio personal que su soberano Señor feudal le había encomen– dado. La intimación del Crucifijo de San Damián era clara y apre– miante: "Francisco, ¿ no ves que mi casa se desmorona? Ve, pues, y repárala". Esas palabras ardían como ascuas en su corazón. Tan pronto como le fuera posible, quería cumplir lo prometido : "De buena gana lo haré". Pero por ahora no podía volver a San Damián. Era preciso que antes se calmara algún tanto la tormenta. Además, ¿ cómo iba a re– parar la capilla él, que nada poseía y se hallaba reducido a la men- (1) Bonav., 2, 4. (B. A. C., 534.) (2) Todavía hoy figura en el Pontifical Romano la fórmula medieval de la "Benedictio et impositio Crucis profrciscentibus in subsidium et deíensionem fidei christianae ceu recuperationem terrae sanctae ". Esa solemne ceremonia la realizaba el obispo, de cuyas manos recibían los cruzados, de rodillas, la cruz.

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