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DESPOSORIO CABALLERESCO 59 de una firme confianza, tomó el camino de Asís. A imitación de su divino Señor y Maestro, quería sufrir con paciencia cualquier género de desprecios y malos tratos. Y es que sabía muy bien lo que le aguardaba. Conocía la arreba– tada cólera de su padre. Las amenazas que éste había lanzado un mes antes, todavía le retiñían en los oídos. El fiel criado le había comunicado que Bernardone se iba poniendo furioso a medida que la conducta de su hijo produtía mayor escándalo. Pues Asís era una ciudad pequeña, muy apropiada para hacer ele la presunta locura del joven mancebo el objeto de las hablillas y burlas de toda la po– blación. Los habitantes de Asís estaban ya ele acuerdo en que Fran– cisco, dadas sus excentricidades, debía de tener perdido el _seso. Su repentina aparición les confirmó en ese juicio. El gallardo hombre ele mundo y antiguo canelillo ele la juventud estaba tan des– figurado que apenas podían reconocerlo. El largo encierro en aquella oscura cueva, la continuada mortificación ele su carne, el hambre y las privaciones lo habían cambiado por completo. Su porte exterior ern desaliñado, su figura escuálida, su rostro macilento. su mejillas hundidas. Los muchachos ele la calle lo tomaron por uno ele tantos trastornados que andaban vagando sin amparo; pero pronto le re– conocieron y '' ¡ Francisco el loco, el loco !" - se oyó gritar calle arri– ba y calle abajo. Es preciso tener presente cómo se trataba de orrlinario en aque– llos tiempos a estos desgraciados seres: no corno a pobres enfermos. sino como a indefensos objetos de burla y casi como a fiera acosada. Grandes !- pequeños corrieron tras Francisco, le arrojaban lodo y piedras, le golpeaban y escupían, le tiraban del vestido y ele los cabe– llos, y entre gritos ele escarnio le empujaban hacia adelante. Él daba gracias a Dios por todo y se estimaba feliz ele ser humillado por amor ele Cristo en aquellas mismas calles donde poco antes había cosechado alabanzas y homenajes. Pero precisamente esa incomparable paciencia y mansedumbre excitaba más al pueblo a regocijarse en su supuesta locura. La jauría fué haciéndose cada vez mayor y más atronador su bullicio. Cuando llegaron a la Piazza del Comune y doblaron la esquina de Santa María Maggiore, el griterío penetró hasta la tienda de Ber– narclone. El viejo se precipitó a la calle, donde oyó pronunciar cla– ramente el nombre de Francisco. El dolor y la vergüenza se apodera– ron de él y le hicieron perder el tino. Acercóse lleno de enojo, se abalanzó sobre Francisco, como lobo sobre el cordero, lo arrastró a casa y dió con él en una lóbrega prisión.

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