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LA CONSAGRACIÓN DE CABALLERO 49 dos por los harapos de un mendigo y, a manera de prueba, pedir limos– na por amor de Dios. Animado de este propósito, partió en peregrinación para Roma, al sepulcro ele los Apóstoles, que también se habían hecho pobres por amor ele Cristo. Llegado a la Ciudad Eterna, fué a la basílica de San Pedro. Allí observó al punto con dolor que los fieles ofrecían limos– nas muy mezquinas, y dijo para sus adentros: "El príncipe de los Apóstoles, San Pedro, bien merece ser honrado a lo príncipe. ¿ Por qué se dan limosnas tan ruines a la iglesia en que descansa su cuer– po?" Y dicho esto, sacó de su cinto una bolsa repleta de dinero y la arrojó con gran estrépito junto al altar, admirando a todos con su ge– nerosidad. Después ele hacer sus devociones, salió ele la iglesia a la amplia plaza, que los mendigos llamaban el paraíso, porque allí recibían siem– pre abundantes limosnas. Al momento Francisco se vió rodeado de una multitud de pobres. Obsequióles a todos, se sentó jubiloso a su lado y comió golosamente con ellos, como si perteneciera a su gremio. Des– pués, sin ser notado, pidió las miserables ropas de uno de los pordio– seros, se las trocó por sus ricos vestidos y comenzó a pedir limosna en francés en los escalones de la iglesia. Pues, aunque sólo con dificultad hablaba esta lengua, con todo le gustaba servirse de ella, por ser la lengua de los caballeros y trovadores. Después de haber desempeñado durante algún tiempo su papel, rebosando alegría porque no lo había hecho tan mal, quitóse el vestido andrajoso, se puso su propio traje y regresó a Asís. No cabía en sí ele júbilo, porque, al menos durante un día, se había hecho semejante a los menesterosos, a los pobres a quienes su Señor Jesucristo tanto amaba y amparaba. Ya desde ahora deseaba juntarse a los mismos igualmente en su patria. Pero no podía aventurarse a ello por consideración a su familia, a la que estaba aún obligado. Con ardiente fervor rogaba a Dios que le mostrara los caminos de la pobreza. Alguna vez fué también a acon– sejarse con el obispo de Asís, Guido Secundi, para saber cómo había de realizar su propósito. A ningún otro descubrió su secreto. Y es que en aquel tiempo nadie hacía profesión de perfecta pobreza, la cual él ansiaba sobre todas las cosas de este mundo, firmemente resuelto a vivir y morir en ella (5). Pero antes de que pudiera conseguir el triunfo definitivo sobre el mundo, debía aprender a vencerse totalmente a sí mismo. Por eso, (5) Ce!. II, 8; Socii, 8-ro. (B. A. C., 390, 801 y sig.) 4
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