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LA CONSAGRACIÓN DE CABALLERO 47 de encontrar y deseaba hacer suya calladamente, aun a costa de todos los bienes de la tierra. Tenía un solo confidente de su secreto, un amigo de su misma edad, a quien amaba mucho y cuyo consejo buscaba con frecuencia. Habló con éste y le comunicó que había descubierto un grande y pre– cioso tesoro. El amigo saltó ele júbilo y esperó con ansia el desenlace del misterioso asunto. Día tras día seguía a Francisco cuando éste salía en busca del tesoro. Había en las afueras de la ciudad una cueva solitaria, tal vez una antigua seJJnltura etrusca. Allá dirigían sus pasos, hablando de camino sobre el tesoro escondido. Llegados a la cueva, el compañero debía quedarse fuera para ha– cer guardia, mientras Francisco entraba solo a la gruta. Allí caía humildemente de rodillas v oraba con fervor a su Padre celestial. Lleno ele simplicidad y candor· infantil, suplicaba a la divina Providencia que le mostrara sus caminos y le enseñara a reconocer y cumplir su voluntad. El corazón le latía con violencia, sus mejillas ardían, ele su frente corría hasta el suelo el sudor mezclado con lágrimas. Sufría hondamente, porque no sabía cómo poner por obra su nueva vocación. Examinaba mil proyectos, los acltúitía y al punto los desechaba, pues le parecía que ninguno de ellos le conducía al fin. En ninguna parte hallaba claridad y luz ele lo alto. Pero ardía en deseos de llevar a cabo aun lo más difícil, si Dios se lo encargara. Devorábale un celo tan santo que necesitaba desahogarse en suspiros y gemidos. Y con todo esto, aún tenía miedo de si llegaría a ser infiel a su vocación, por más que detestaba con toda el alma sus faltas anteriores, y despreciaba resueltamente todas las alegrías y vanidades de la tierra. Cuando por fin, después de luchar horas enteras con Dios, tornaba a su compañero, estaba tan agotado que éste apenas podía reconocerlo. Un día brilló por fin un rayo ele luz sobre su futuro destino. Des– pués ele implorar de nuevo largo tiempo la misericordia divina, se le mostró lo que debía hacer de momento. Desde ese instante sintióse lleno de tan indecible gozo, que casi no era dueño de sí. Y por más que trataba de ocultar su dicha, algo de ella dejaba traslucir al exte– rior, aunque involuntariamente. Solía expresarse con mucha cautela y en forma enigmática. Si en sus pláticas con su amigo y confidente le hablaba de un tesoro escon– dido, también con los demás conocidos hablaba de su felicidad sólo en metáforas. Insistían en preguntarle si acaso pensaba emprender de nuevo su viaje a Apulia. Él respondía una y otra vez: "En modo al– guno. Pero, en cambio, aquí, en mi patria, llevaré a cabo graneles y heroicas hazañas". Las gentes pensaban entonces que tal vez andu-

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