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EL CABALLERO DE CRISTO FRANCISCO DE ASÍS cetro de rey de la juventud. Con todo, su paso se fué haciendo más y más indeciso. Por fin se detuvo. como hechizado, alabando al Señor en su corazón, y completamente absorto. Apoderóse ele él un arroba– miento, y lo llenó de tal dulzura, que nada veía, ni oía, ni sentía. Él mismo confesó más tarde que le habría sido entonces imposible mo– verse de aquel lugar, aunque lo hubieran hecho pedazos (2). En esto, los regocijados compañeros doblaron la esquina de la calle y notaron que Francisco se había rezagado. Lo llamaron. En vano. Fuéronse hacia él. No se movió. Entonces cayeron en la cuenta de que estaba fuera de sí y le echaron en cara que desde su vuelta de Espoleta no era el hombre ele antes. Nada respondió hasta que uno de ellos le dijo riendo: '· Hola, Francisco: ¿ es que estús enamorado? ¿ Piensas acaso en tomar mujer?'' Recobróse al oír esa pregunta y contestó con viveza y alegría: "Sí, pensaba en la esposa que ha de ser mía, una esposa la más noble, y rica, y hermosa que jamás habéis visto". Cna resonante carcajada brotó ele todas las gargantas. Los reto– zones muchachos lo echaron a pura fantasía. Pero en realidad Fran– cisco se había encontrado por segunda vez con la dama ele su corazón. Sólo que ahora era una figura ele mujer ultraterrena, espiritual, celes– te, mucho más noblc, y rica, y hermosa que aquella esposa que se le había aparecido en sueños la noche antes de su partida para Es– poleta (3). Desde aquella noche despidióse no sólo ele sus antiguos compañe– ros de vida mundana, sino del mundo en general. Mas no del todo: el deber y el decoro le disuadían de una ruptura repentina y en el fondo no estaban arrancadas las últimas raicillas que lo tenían atado a esos fútiles devaneos. Pero se esforzaba en desarraigarlas una tras otra, en despreciarse a sí mismo y repudiar todo lo que antes había estimado v amado. · Renunció totalmente a las alegrías y goces sensuales. En la medida que le era posible, fué retirándose del negocio paterno y del bullicioso tráfago, para entretenerse a solas con Cristo. Lo hacía no ele manera llamativa, sino lo más inadvertidamente posible. Como prudente mer– cader, quería ocultar a los ojos profanos la perla preciosa que acababa (2) Cel. II, 7; Socii, 7. (B. A. C., 389, 800.) (3) Ce!. II, 7, y Socii, 7, interpretan la visión en el sentido de que Francisco reconoció bajo la imagen de su esposa a la Orden que él había de fundar. Pero Francisco no pensaba entonces en que llegaría a ser fundador de una Orden religiosa.

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