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ÉPOCA Y AMBIENTE CABALLERESCOS autor de la primera Regla de los Templarios: "¡ Un nuevo y nunca antes oído género de milicia!" - exclama el Santo-·. "Cierto que cuando veo combatir con solas las fuerzas corporales a un enemigo también corporal, no sólo no lo tengo por caso maravilloso, pero ni siquiera lo juzgo raro. Cuando observo igualmente cómo las fuerzas del alma traban pelea contra los demonios, tampoco me parece esto asombroso, aunque sí muy digno de alabanza, pues lleno está el mundo de monjes. Mas cuando se ve que el uno y el otro hombre (el exterior y el interior) se ciñen con valor su espada y adornan noblemente sus lomos, ¿ quién no lo juzgará digno de toda admiración por lo insólito del caso? Intrépido caballero ciertamente y seguro por todas partes, el que cubre al mismo tiempo su cuerpo con la coraza de hierro y su alma con la coraza de la fe, pues armado con ambas armaduras no teme ni al demonio ni al hombre; el que viviendo per– tenece a Cristo y para quien la muerte es ganancia; el que exclaman– do: "Ora vivamos, ora muramos, del Señor somos", se lanza contra los enemigos ele la cruz. ¡ Cuán gloriosos vuelven vencedores del com– bate! ¡ Cuán dichosos mueren como mártires en la batalla! Alégrate, fortísimo luchador, si triunfas y vives en _el Señor; pero regocíjate aún más y salta de júbilo, si mueres y te unes al Señor! Fructuosa es ciertamente tu vida y gloriosa tu victoria; pero a ambas cosas es preferible tu santa muerte" (13). Las órdenes religiosas de caballería, además ele servir de dique al Islam y practicar las obras de caridad, han adquirido méritos in– calculables en la educación ele la nobleza de Occidente. En particular ellos siguieron siendo los portadores y modelos del ideal de caballero cristiano, cuando este ideal comenzó a decaer. Y es que no se puede negar que ya antes de acabar el siglo xn, claras señales anunciaban el ocaso de la verdadera caballería. Las Cru– zadas, aunque habían partido de un purísimo entusiasmo religioso, descubrieron a sus participantes las riquezas y malas costumbres de Oriente y provocaron en ellos el deseo de gozar y el ansia de aven– turas. Los que volvían a sus casas, debían llenar de alguna manera los largos intervalos entre uno y otro viaje a Oriente. A ser posible marchaban a los teatros de guerra en Occidente, donde les sonreían el dinero, la posesión de tierras y los honores. Si faltaba la oportu– nidad para grandes hechos de armas, se enredaban en mezquinas contiendas, o bien organizaban simulacros de guerra y fastuosos tor- (13) S. BERNARDOS ABnAs, De lauáe no'1Jae militiae. Ad milites Templi liber, n. 1, Migue, Patr. Lat., 182, col. 921 sig.

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