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Es lógico que en Zaragoza, con sus cuarenta mil anarcosindicalista~. se sintieran los efectos de la marea y que incluso a los capuchinos, que trabajaban entre el pueblo en un modesto barrio, alcanzaran las salpica– duras. Como lamenta el cronista, «la obra merit!sima que los capuchinos llevamos a cabo en este apartado barrio de Zaragoza tropieza también con grandes dificultades. La mayor de todas ellas es la falta de asistencia por parte de la Autoridad en el ejercicio de nuestro ministerio y la insolencia de gran parte del público que nos rodea, ante~ respetuoso y ahora francamente hostil. Realmente los que vivimos los primeros tiempos de nuestra fundación en Zaragoza podemos apreciar el cambio enorme que desgraciadamente se ha operado en nuestro derredor». En efecto, se prodigaban los insultos a los capuchinos a su paso por las calles. Grupos de mozalbetes entonaban frente a la residencia cantos revolucionarios, llovlan las piedras contra la puerta y las ventanas. Ante la impunidad de estos actos, el 24 de junio de 1933 aparecieron incendia– das las tapias de madera que rodeaban el solar destinado a futura iglesia. Más aún, en un alarde de osadla, el día 9 de noviembre del mismo ai'lo un grupo de desalmados lanzaron dentro de la capilla, mientras se cele– braba la santa misa, varias botellas de líquido inflamable con peligro de producir una tragedia. No contentos con eso, llegaron a disparar sus pis– tolas contra Fr. Ambrosio y el P. Cristóbal que habían salido a la calle en busca de auxilio. En vista de la situación, los religiosos debieron proveerse de ropas se– glares, depositaron los libros de la biblioteca y otros enseres en lugar se– guro y hasta pensaron construir una puerta secreta que les facilitase la huida en el caso de verse acorralados dentro del convento. Con frecuencia, la guardia civil tenia que pernoctar dentro de la resi– dencia capuchina en previsión de ataques nocturnos y en alguna ocasión tuvo que hacer acto de presencia un pelotón de soldados del cercano cuar– tel de Castillejos para amedrentar a los provocadores. Por otra parte, no les faltaron compensaciones a nuestros religiosos. Eran muchisimas las personas que se interesaban por ellos y les ofrecían gustosamente sus casas. La capilla se veía en ocasiones más concurrida que nunca antes lo habla estado y hasta llegaron a ver con gran consuelo, al final de una misión para hombres predicada en San Antonio, acercarse «a confesar y comulgar individuos que figuran en las filas sindicalistas, hasta ahora enemigos jurados nuestros». Esto obligaba a aquellos valientes a seguir en la brecha sin desmayo y el cronista registra el legitimo orgullo 12

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