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El barrio más populoso de todos ellos seria probablemente el que hemos descrito como de Torrero por antonomasia. No hemos podido ave– riguar el número exacto de habitantes. Unos dicen que alcanzaría los cinco mil y otros apuntan bastante más alto. Pero todos coinciden en la difi– cultad de precisar con rigor este aspecto por darse en aquella época mucha población flotante sin censar. La mayoria era de condición modesta: pequenos propietarios, algunos comerciantes, media docena de artesanos y muchos obreros que trabajaban en la fábrica de «Hijos de Dámaso Pina», en la de «Lanas Herrero», en «Zaragoza Industrial» y en la de «Yesos López». Un sector bastante nu– meroso cruzaba todos los días el canal por pertenecer al gremio de la cons– trucción. Habla también muchos arrieros que en sus carros transportaban yeso desde el muelle de la fábrica de «López» hasta las obras de la ciudad. La gente malvivia porque todos, quien más quien menos, estaban em– pellados en hacerse con su parcela, es decir, casitas de una o, a lo más, de dos plantas, generalmente de adobe, con su pequeño corral muchas de ellas y de las que todavia podemos contemplar bastantes ejemplos junto a edificios de seis y más pisos. La escolarización infantil dejaba mucho que desear. En 1928 no en– contramos en estos barrios otra escuela pública que la de Pedro Jooqufn Soler a todas luces insuficiente, como- ahora mismo podemos comprobar. Los Hemanos de las Escuelas Cristianas (La Balseta) y los colegios de la Milagrosa y de Villahermosa solucionaban parcialmente el problema. Mucho más deficíente todavía se presentaba la asistencia religiosa. Todo el sector de Torrero estaba enclavado en la demarcación de la pa– rroquia de Santa Engracia, perteneciente en aquella época a la diócesis de Huesca. No habla otra iglesia en todo este amplísimo territorio. La capilla de ((Zaragoza Industrio/», bien que oratorio público, quedaba re– servada casi exclusivamente al personal de la fábrica y la iglesia de San Fernando no tenia culto, de tal manera que cuantos querían cumplir con sus deberes religiosos tenian que bajar campo a través o por las recién trazadas calles de tierra o barro, según las ocasiones, hasta Santa Engracia u otro templo de la ciudad. Así era el campo de acción en que pusieron sus ojos y fijaron la resi– dencia los primeros capuchinos. Nada dice el cronista sobre la acogida que les dispensó el barrio. Pero todo induce a pensar que habría sido buena y nuestros religiosos se esfor– zaron en no defraudar las esperanzas de sus vecinos. La actividad desa– rrollada en aquellos primeros meses fue francamente asombrosa. lnteré~ 11
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