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BIENVENIDO DE ARBEIZA Antes de llegar a nuestra iglesia encontramos a otro po– licía americano. Le preguntamos si podíamos seguir y dijo que hiciéramos lo que nos pareciera. El, con toda precau– ción, se había puesto detrás de unas paredes en ruínas y no se atrevía a moverse por si las moscas. El chófer también parecía tener algo de reparo, pero siguió por fin hacia nuestra iglesia, siendo, a veces, difícil encontrar el camino. Me dieron ganas de llorar. El convento e iglesia un mon– tón informe de yerros galvanizados ennegrecidos y retorci– dos, escombros y ruínas. Las paredes habían desaparecido. Me costó trabajo dar– me cuenta del emplazamiento de los lugares ocupados por la biblioteca, el comedor, bodegas, celdas, etc. Fui a la sacristía por si se podía salvar algo. No había más que mon– tones de escombros y en un rincón un japonés muerto. Volví enseguida al auto, pues habían pasado ya los diez minutos y le dije al chófer que, al salir, pasase por la cate– dral. Llegué al refugio donde estaban enterrados nuestros religiosos. Había algunos pedazos de hábitos. Una cabeza sobre– salía entre el polvo y los escombros, dejándose ver también el hombro y parte del brazo; tenía capucha de franciscano, no de capuchino. Los refugios se habían hundido todos, sin duda por las granadas. A un lado de la calle varios soldados del cuerpo de sanidad quemaban con gasolina montones de japoneses muertos. Después de una breve oración por mis hermanos mártires, volví al auto y pasamos delante de la vieja Uni- trucción de Manila, que afirmó no haber en toda Europa ninguna po– biación tan castigada por la guerra. La única ciudad, dijo, que podría compararse con Manila, sería Varsovia. 350

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