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CAPITULO XXXII Los japoneses metidos a sacristanes. Desde los primeros días de la guerra, los japoneses tra– taron de aprovecharse de la Religión Católica y de sus mi– nistros para fines políticos. Mientras setenta mil filipinos y americanos luchaban fie– ramente en Bataán, vendiendo caras sus vidas y causando muchas bajas al ejército japonés, una comisión de oficiales fue al palacio del Sr. Arzobispo de Manila, pidiéndole, o mejor, exigiéndole que hablara por radio a los defensores de Bataán, aconsejándoles la rendición incondicional. El Sr. Arzobispo se negó en redondo, diciendo que no le tocaba a él eso; volvieron los japoneses a la carga, le ame– nazaron con el campo de concentración, y le dieron 24 ho– ras de plazo. El Arzobispo se mantuvo firme y ellos desis– tieron, pero desde entonces pusieron al Arzobispo en la lista de los indeseables. Hacia el mes de octubre de r942 tuvo lugar otro ruidoso incidente en la Isla de Mindoro. Mons vVilliam Fineman (ciudadano alemán) anterior obispo ij-uxiliar de Manila y a la sazón Prefecto Apostólico de aquella Isla, fue acusado por los japoneses de ayudar a las guerrillas y de no querer cooperar con la nueva administración militar; y por esto y 340

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