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LOS CAPUCHINOS EN FILIPINAS En diciembre ya no había comida, ni transportes y los japoneses estaban ejecutando a todos los sospechosos. En enero escribió el P. Raimundo al P. Evangelista (Taygaytay) diciéndole que era imposible comunicarse con Intramuros y que la horrible tragedia se cernía sobre Manila. El día 6 de febrero el P. Raimundo sumió el Santísimo, después de prohibir a los japoneses que ocuparan la iglesia. Poco después llegaron grupos de refugiados de distintas par– tes de Manila que ardía ya por los cuatro costados, y puso a su disposición la iglesia que se llenó enseguida. Aquella misma noche, mientras cenaban, oyeron gritos estentóreos y fuertes golpes a la puerta del convento que estaba cerrada. Salió el P. Pacífico y vio un grupo de japoneses. Corrió ha– cia los Padres; entretanto había cedido la puerta. Les or– denaron bajar a la calle. acusándoles de espías, de tener armas, etc. Había con los japoneses algunos filipinos rene– gados del partido projaponés (Makapilis). Hablaban japo– nés y tagalog; los Padres intentaron dar explicaciones. Na– die les hacía caso. Mientras les ataban las manos a las espaldas ... el P. Pacífico se resistió diciendo en tagalog: Akoy-sacerdote católico. Wala akong kasalanan ... Yo soy sacerdote católico... Soy inocente. El escribiente Sr. Casta– ñeda se escurrió por uno de los lados del convento y, aga– zapado en un rincón, oyó cómo el P. Santiago, sospechando el final de la tragedia, hablaba y gritaba dirigiéndose al P. Raimundo, quien, en un vano intento de consolarle, le de– cía: Cálmese ... , que todo pasará. Una vez atados, los lle– varon por la calle San Andrés adelante hacia la guarnición militar, que estaba a unos doscientos metros en un espacioso edificio de cemento armado, propiedad de la familia Del Mundo. Y no sabemos más. Unos dicen que los degollaron delante de la prisión mi- 335
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