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LOS CAPUCHINOS EN FILIPINAS Cosa rara. ¡El centinela no disparó! Bastante entrada la noche, llegaron a Aguilar (donde había también centinela) y al poco rato el P. Alberto con gran sorpresa oyó golpear la puerta. Se repitió la escena de Lingayén; reconvenciones y que– jas del P. Alberto; excusas y promesas de Mr. Putnan. Por fin el P. Alberto de mala gana dejó que inspeccionara la radio antes de subir al escondite del monte ; la radio tenía varios defectos y no funcionaba. Estuvieron hasta después de media noche arreglándola, pero al fin cansado y desesperado del resultado, se retiró Mr. Putnan, dejando la radio en el convento. El P. Alberto no sabía lo que había sucedido en Lingayén con el centinela. Escondió la dichosa radio con sumo cuidado y se retiró a descansar. Después de unas horas de sueño nada reparador, levantóse muy nervioso y de mal humor. Luego de la misa y cuando iba hacia el convento, le salió al encuentro un hombre del pueblo y le soltó a bocajarro: "Padre ¿qué tal funciona la radio?". ¡Qué sorpresa ... qué golpe tan fuerte! El P. Alberto reaccionó rápidamente y disimulando todo lo posible le contestó : " ¿De qué radio hablas tú?". Padre, replicóle el otro. Yo lo sé todo. Soy el cochero que acompañó a Lingayén a Mr. Putnan; y le contó lo sucedido. El P. Alberto hizo pedazos la radio y la enterró en la huerta. Un baidismo y un gran susto. Cierto día se presentó en el convento de Aguilar una fa– milia, bastante pudiente, diciendo que quería bautizar a su hijo y que el padrino iba a ser el jefe de la policía militar de Dagupan, japonés y pagano. Se llamaba Mr. Wachi. 323
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