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BIENVENIDO DE ARBEIZA solina. Conseguí encontrar un cochero, el cual, después de muchas súplicas, se comprometió a meterme en Manila, pero no por la carretera principal, sino por un camino secundario, teniendo que dar gran rodeo. Llegué por fin a Manila. ¡Qué cambio tan grande ! ¡Qué triste parecía ahora la ciudad !, todos los autos llenos de soldados japoneses. Casi todas las tiendas cerradas y las pocas, que quedaban abiertas, esta– ban semidesiertas. El problema de la comida era terrible. Lo único que abundaba en Manila eran soldados japoneses y banderas del sol naciente. La ciudad había pasado casi intacta de los americanos a los japoneses, pues había sido declarada ciudad abierta. En Intramuros se veían las ruinas del Convento e Iglesia de Sto. Domingo y unas cuantas filas rle casas cerca de este mismo lugar quemadas y en ruinas. En nuestra iglesia se celebraba el último día de la Novena de Lourdes. Pero la gente que acudía era poca, pues apenas se atrevía a andar nadie por las calles. Por el menor motivo lo arrestaban a uno y, por no saludar bien a los numerosos policías japoneses, sacudían tremendos bofetones. A los es– pañoles, italianos, alemanes y a algunos mestizos los de– tenían a cada paso, preguntándoles si eran americanos, mien– tras arrimaban la bayoneta al pecho. A los que de cualquier manera quebrantaban las orde– nanzas militares, los ataban a los postes y faroles de las pla– zas públícas y los tenían días enteros sin comida y al sol. Como puede fácilmente suponer el lector, la población de Manila estaba sencillamente aterrorizada y sumamente pesimista sobre lo que le aguardaba en el futuro. En nuestra casa todos estaban bien; después de los gran– des sustos de los bombardeos y la entrada de las tropas con los atropellos y desórdenes de los primeros días, iban reaccionando poco a poco, conformándose quién más, quién menos con el nuevo estado de cosas. 314

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