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LOS CAPUCHINOS EN FILIPINAS grupos de soldados, filas interminables de camiones, de am– bulancias, soldados americanos con los vestidos rotos y con las barbas crecidas. No se veía ningún filipino. Llegamos por fin a la oficina, sacamos el pase. Nos di– jeron que habían tomado Manila. Pedimos comida y nos ofrecieron té; bebimos hasta terminar todo lo que había, pues teníamos la boca seca y las protestas del estómago erán cada vez mayores. Aquella misma tarde, salimos para San Miguel, a unos ocho kilómetros. El sol tropical en todo su esplendor, cegaba la vista y derretía el asfalto de la carretera. Al pasar los ca– miones cargados de soldados, que se dirigían al frente ( Ba– taan) levantábamos las manos, gritábamos: Banzai nippon y sin ningún contratiempo digno de mención llegamos a San Miguel. Las puertas y ventanas de la iglesia ab:ertas de par en par; dentro todo era suciedad, botellas de saki (vino japo– nés) vacías o rotas, latas de comida, pedazos de papeles, ropa vieja, esteras de esparto; los bancos revueltos, los apa– radores rotos, otros quemados. Fructus belli. Fui corriendo al desván, donde había escondido el equi– po de sacristía. La puerta estaba abierta. Me dio un vuelco el corazón ; lo di todo por perdido, pero subí por si acaso y con gran sorpresa vi que todo estaba intacto. Gracias a Dios. En efecto, hacia el día de Reyes, los soldados celebran– do la toma de Manila, habían ocupado la iglesia y convento para comer, dormir y divertirse. Escondí lo mejor que pude las cosas de la iglesia, cerré puertas y ventanas, y, después de tomar una pequeña re– fección, con el sol ya hacia el ocaso salimos otra vez camino del monte. Por fin, después de varias peripecias, que sería largo reseñar, llegamos a la Hacienda de D. Juan a prime– ras horas de la mañana. Contamos todo lo ocurriao y muy 311
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