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LOS CAPUCHINOS EN FILIPINAS metividad que debió derrochar para llevar a cabo la cons– trucción de Lecároz, en el bucólico y recoleto rincón pire– naico. Puso manos a la obra sin disponer de otros colabora– dores que algún hermanito lego que hiciera de capataz, y sin contar con mayor capital que el indispensable para el pago de las soldadas iniciales. Y aun cuando los apuros económicos constituyeron en todo tiempo el ambiente normal del P. Llevaneras -el hom– bre de más incorregible confianza en la Providencia- ello nunca fue parte para que dejara de tratar a los colegiales con la esplendidez de un gran señor. En aquellas inolvidables navidades, ningún excolegial de aquellas horas dejará de re– cordar aquel ejército de pavos que mandaba traer de las al– turas de León; ni aquella prodigalidad de golosinas repar– tidas a voleo entre los alumnos y las ocho o diez funciones teatrales. Cómo olvidar tampoco aquellas meriendas sema– nales de dos y aun tres preparados culinarios, humedecidos en vino generoso, amén de otros tantos postres, en alguno de los altozanos vecinos al colegio, siempre con el P. Lle– vaneras a la cabeza, a quien por cierto jamás recordamos haberle visto probar bocado. Su vida pedagógica está salpicada de golpes que bien pu– diéramos llamar de genio. La naturaleza no había sido ge– nerosa con él en achaques de oído musical; pero sabedor, como buen catalán, de que a fuerza de tenacidad se llega a donde se quiere, llenó la casa de pianos, adquirió todos los instrumentos de banda y orquesta que le fue posible y, a los pocos meses, había más de dos docenas de alumnos que se sabían el método y actuaban orquesta y banda en concier– tos, misas y procesiones. El, que fatigosamente hubiera sa– bido distinguir un Murillo de un Zurbarán, tuvo a sueldo durante largo tiempo a un pintor, paisajista y escenógrafo. La inestabilidad de su juventud no le permitió hacerse un latinista; sin embargo, sus alumnos más aventajados eran 199

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