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LOS CAPUCHINOS EN FILIPINAS rativos para la impresión. Pero Dios lo dispuso de otra ma– nera: estalló la guerra americano-japonesa y quedó todo en proyecto; con tan lamentable motivo, recibimos la orden terminante de abandonar la población. Como no había tiempo que perder, recogí lo mejor que tenía en el Convento, equipo de sacristía, libros canónicos, papeles y documentos entre los que se contaba mi Reseña; y (con sumo cuidado) poniéndolo todo en maletas y apara– dores cerrados con llave, fui a casa de un buen amigo mío, el Sr. D. Manuel Lezama, empleado de la Tabacalera, que vivía en un barrio del interior. Lo deposité allí todo, porque habían comenzado los bombardeos japoneses, y el pueblo de San Miguel, con su estación ferroviaria, las grandes bo– degas de la fábrica de azúcar y especialmente con el cuartel de la Constabularia y academia militar, debía estar prepa– rado para lo peor. Por otra parte el Sr. Lezama me había prometido que por nada ni por nadie abandonaría su casa. Mi confianza, a pesar de fundarse en promesa tan formal y al parecer tan fuerte, me resultó fallida. Porque, cuál no sería mi sorpresa, cuando a los ocho días, me enteré que dicho Sr. Lezama se había marchado precipitadamente a Manila. Apenas me fue posible, marché a aquel barrio (San Se– bastián) siendo mi primera sorpresa sumamente dolorosa. No había persona viviente en todo el barrio ni en varios kilómetros a la redonda. La casa del Sr. Lezama había sido del todo saqueada; las puertas y ventanas estaban rotas, por los cuartos y salas no quedaba otra cosa que las huellas, bien marcadas del bandidaje. Marché inmediatamente a la bodega, donde había depositado mis cosas. No tuve nece– sidad de abrir la puerta, pues estaba abierta de par en par, y, con gran desilusión y tristeza, no encontré ningún apara– dor ni maleta dentro. Me resistía a creer lo que mis ojos 11

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