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- 37o- dinario e in imitable. Cada vez que le oigo y reflexio– no en la exposición y aplicación que hace de las Sa – gradas Escrituras , me maravilla más, y conozco, con confusión mía, que estoy muy lejos de merecer el gra– do de doctor. Confesemos, señores, que si a nosotros nos enseñan los libros de Dios, a este religioso lo enseña por ellos el mismo Espíritu que los dictó, por el don de ciencia de que lo ha adornado » (1) Este mismo fué el que oyéndole en Sevilla el sermón so– bre la predestinación , confesó que, después de haber leído mil veces los mismos textos, no se le había ocurrido jamás lo que había oido aquella tarde . En la Universidad de Alcalá, hubo doctor que no le per– dió sermón y fué apuntando planes , textos , exposi– ciones y aplicaciones, hasta que, marav illado, dijo a los demás catedráticos: - «Desengañémonos , seño– res , esto no se estudia en los libros ni en las clases. Nunquam sic locutus est hamo.)) Predicando en Córdoba, poco después de los sucesos del Terror en Francia, hizo una aplicación del Apocalipsis a la re– volución moderna, que, fuera de sí, un maestro de S. Agustín exclamó: - «¡Qué oimos! ¡A quién escu– chamos! ¡Ha resucitado el Angélico Doctor! Y alza n– do los brazos al cielo exclamó: Beatas quem tu era– dieris, Domine. )) Todas las ciencias humanas, al fin palabra del hombre, se quedan mudas cuando el apóstol de Cris– to, adornado con el don de ciencia, empieza ante la silenciosa muchedumbre a descorrer el velo del misterio de las verdades divinas. Entonces es cuan– do se advierte la diferencia entre la ciencia humana y la sobrenatural, aquella muda y anonadada ante los g randes misterios de la fe y de la vida eterna, esta envuelta en una claridad celestial y deslumbra- (1) P. Luis A. de Sevilla, pag. 35.
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