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CAPÍTULO XXI Obediencia Iba el Beato Diego, en los primeros años de su apostolado, caminando desde Ubrique a Jerez. EI terreno, montañoso y áspero, va descendiendo en suaves ondulaciones hasta llegar a la campii'ía. Co– mo de costumbre, caminaba él solo delante, para ir así entregado todo el día a la oración, y, sería ya media tarde, cuando en una estrechura de la sierra, se le aparecieron tres jóvenes, tan bellas y agracia– das como humiides y modestas. Iban , no sólo pobre– mente vestidas, sino rotas y andrajosas, forman• do singular contraste sus harapos con su peregrina hermosura. Cada una sostenía con ambas manos sobre sn cabeza una losa, basta nte gruesa y pesada. Al cruzarse con el Siervo de Dios, como el sitio era muy an 5 osto, separóse él a un lado para darles lu– gar, y al pasa r le dijo, mirándole con agrado, la que iba delante: -«Id con Dios, hermano, y cuidad de exonerar– no~ de este peso y de vestirnos mejor;i. Siguió Fr. Diego adelante, y reflexionando so– bre el caso, volvió la vista y no pudo verlas más. Entróle curicsidad, y, aunque subía a uno y a otro cerrillo, no alcanzaba a verlas. Asaltóle la idea de si seria aquello una visión, parecida a la de las tres doncellas de N. P. San Francisco , y entonces optó por pararse y esperar a sus compañeros. Les pre-

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