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- 303- Seiior, y cuando alguna vez en sus dulces y amo ro– sísimos coloquios se acordaba de esta especie, solía prorrumpir entre sollozos: «Con que, Señor, ¿puedo peca r? ¿Puedo vo lver a ofenderte? ¿Puedo ser tu enemigo, siendo tú tan amable y estándo te ye tan obligado? ¿Puedo pecar? ¿Puedo pecar? Y derriti én– dose su corazón, salía por sus ojos liquidado en lá– grimas, que, avivando más el incendio de su amor, lo dejaban por mucho rato ocupado todo de los senti– mientos más humildes y devotos. Esto le hacía abo– rrecerse a si propio, desconfiar siempre de si, adm i– rarse de que Dios fuese con él tan libera l y miseri– cordioso, y clamarle de continuo, con humildad la más profunda, como lo h& cia David, que no le arro· jase de si, ni separase jamás de él su Esp ír itu santo y bueno, con que pudiese se rvi rle siempre y nunca desagradarle » «Muclrns veces se ponía a considerar lo qLte «no era ;> , esto es , que no era imi tador de las vi rtudes y ejemplos de Nuestro Señor J esucristo, como a todos se nos manda y a él part icul armente le correspondía; que no e ra su alma aquella hermosa imagen de su Criador, que debía serlo, mediante la san tidad, per– fección y el lleno de aque l fin para que había sido creado; que no era su correspondencia a la gracia y el uso que hacía de los soberanos beneficios el que se requería y era necesario; que no era suya la gra– cia, los dones, ni los bienes sobrenaturales con que se hall aba favoreci do , y, por último, que nada tenia de bueno que fu ese prop io suyo, como merecido y granjeado por él, porque todo era de Dios, que con mise ri co rdia se lo había dado y podía con justicia denegá rselo sin hacerle agravi o alguno. Llegó a co– nocer perfectamente que en todo esto nada tenia de que gloriarse y sí mucho de que temer y humillarse. Y en efecto este santo y saludable temor le traía en

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