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-232- de la sociedad; y a las muchedumbres, que huyeron de sus pastores, entregadas a la ignorancia, al odio y al exterminio! ¡Qué triste es mirar cómo la cegue– ra y el error se apoderan de las almas, y la maldad endurece a los corazones, y las pasiones sin el freno sobrenatural de la fe se manifiestan en toda su sal– vaje repugnancia! ¡Qué doloroso es contemplar a la verdad, el bien y la santidad, y con ellas la justicia, que, perseguidas y fugitivas, tienen que huir y ocultarse ante el triunfo y la tiranía del paganismo, disfrazado de libertad, y convertido en sangriento tirano de la virtud, en una sociedad, que hasta ayer fuera cristiana, y se va convirtiendo, día tras día y crimen tras crimen, en una bandada de antrorófagos! ¡Qué pena ver a la nación de la fe, la que avasalló a ambos mundos con la cruz de Cristo en una mano y en la otra la espada victoriosa, . dibujando con su punta los caminos de la civilización y las fronteras de las naciones, prostituida y deshecha por la impiedad y la incredulidad moderna, apagada en su pecho la llama divina de la fe, y a sus plantas, vacilante y moribundo, el foco de la civilización! ¡Oh Fr. Diego mío, que en el principio de esta espantosa tragedia te levantaste solo a combatir y conculcar a la incredulidad moderna, y presentarle, cual otro David a Goliath, singular batalla! ... ¿Cómo iba yo a olvidarme ahora, al tratar de tu fe, de estos dos siglos de apostasías, donde una por una se han cumplido tus previsiones y amenazas? ¡Qué grande me pareces ahora, diciendo en ocasión memorable a la nación española!: «Es muy de temer, hermanos míos, que el propagarse tanto la irreligión en los presentes tiempos, aun en los reinos católicos, llene la medida de nuestros pecados muy en breve, y ha– ga inevitable el terrible golpe del formidable castigo que nos amenaza» ...

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